Wednesday, November 23, 2005

Joyce y los Beatles

En un terreno heterodoxo, es posible comparar la obra del escritor irlandés James Joyce con los Beatles. Uno y los otros vienen de una ciudad periférica de Londres (Dublín y Liverpool) atravesada por un río (el Liffey o el Mersey). Tanto Joyce como John Lennon y Paul McCartney sufrieron la pérdida temprana de la madre, que en el caso del narrador se vuelve ese grito angustioso de Stephen Dedalus: “Madre, déjame ser, déjame vivir”; y en Lennon suena de esta manera: “Madre, tú me tuviste pero yo nunca te tuve”. Las primeras creaciones de uno y los otros son sencillas y melodiosas (como los cuentos de Dublineses o incluso el Retrato del artista adolescente), y emprenden luego todos un camino experimental: el Sargento Pimienta es el Ulises de los Beatles; y el álbum blanco es su Finnegans Wake.

El efecto Beethoven

El gusto musical suele ser ecléctico puesto que el oído está sujeto, aun desde el vientre de la madre, a múltiples influencias. Es difícil controlar lo que uno escucha: a lo largo de la vida se va recibiendo información melódica, y ésta se integra naturalmente a los archivos del recuerdo. En circunstancias cotidianas somos además cautivos de la preferencia ajena: la de quienes viven con uno, lo que se programa en la radio, la feroz estridencia del vecino en un edificio habitacional, el fondo sonoro en el mercado, la oficina o el medio de transporte, el soundtrack de un largometraje...
Si para leer, ir al cine, al teatro o a un museo se cumplen una serie de pasos (comprar el libro o el boleto, etcétera), siendo éstos modos “activos” del arte, en cuanto a lo musical el contexto parece crear sus propias vías y se puede participar de la música sin haber asistido a una sala de conciertos o comprado nunca un disco o incluso sin tener un aparato receptor o reproductor en casa, es decir pasivamente.
Por lo mismo de la inmediatez, es arduo hacerse de una cultura musical. Ocurre, como en el cine y la literatura, que se fabrican productos de fácil recepción más para compradores que melómanos, con intérpretes que actúan como sucedáneos o impostores de lo genuinamente artístico, y a quienes se les llama “artistas” sin en verdad serlo. Hay así una música de industria y otra de creadores, y para la cual, como explica el argentino Diego Fischerman en Efecto Beethoven: complejidad y valor en la música de tradición popular (Paidós, Buenos Aires, 2004), “la autenticidad constituye un valor”.
No se pretende llegar aquí a una valoración maniquea entre lo bueno y lo malo, pero sí debe quedar claro que hay obras “compuestas” y otras que son “producidas” por un aparato industrial para consumo de temporada a partir de fórmulas establecidas y con el fin promordial de explotar un mercado de baja exigencia en cuanto a calidad creativa y sonora.
Un caso muy claro con respecto a lo artístico y sus imitaciones es el grupo estadounidense los Monkees, diseñado por la NBC a imagen y semejanza de los Beatles, y que copiaba tanto el estilo de sus canciones como sus vestimentas o incluso el comportamiento cómico a la manera de las cintas A Hard Day’s Night (1964) y Help! (1965), dirigidas ambas por Richard Lester. Se pretendió hacer pasar a los Monkees como un descubrimiento “americano”, con su historia paralela a la del cuarteto de Liverpool de cuatro muchachos que buscaban difundir sus frescas composiciones. Cuenta Fischerman: “Cuando se reveló que The Monkees se había formado a partir de un casting y que las canciones eran provistas por un ejército de autores en ese entonces noveles, entre quienes se contaban Carole King y Leon Russell, la carrera del grupo terminó abruptamente”.
Hay, por cierto, una película para televisión (Daydream Believers: The Monkees Story, 2000), que intenta construir una imagen positiva de esos cuatro jóvenes entrampados en la farsa de un grupo hechizo, y que, según el filme, por varios medios quisieron mostrarse “auténticos” e incluso, en algún momento, pretendieron tocar su propia música. En una secuencia, asisten en Londres a una fiesta organizada por los Beatles, en donde John Lennon y Paul McCartney les dan su bendición como clones. “Sigan así”, les dicen; “siempre vemos su programa y nos parece muy divertido.”
Los Monkees eran similares a los Beatles, pero no eran los Beatles. Éstos quizá igual nacieron como imitación de otros grupos, pero muy pronto encontraron un camino propio. Fischerman describe así el itineario beatle: primero, el rock’n roll como actitud y ritual generacional (Please, Please Me y With The Beatles); luego la elaboración de la forma canción hasta llevarla a su propio límite (A Hard Day’s Night, Beatles for Sale y Help!); la experimentación sonora (Rubber Soul); la crispación expresionista de los recursos dramáticos del rhythm & blues en el heavy (Revolver); la complejización de la tarea de producción en el estudio de grabación (Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band); las fronteras del ruido y del silencio (The White Album); el rechazo a esa sofisticación, la vuelta a la sencillez y la idealización de la crudeza (Let it Be); y la autoinmolación estética (Abbey Road).
“En apenas cuatro años”, explica Fisherman, “cuatro jóvenes que jamás habían pasado por un conservatorio, que carecían de cualquier clase de formación musical sistemática, partiendo de una enciclopeda sumamente precaria [...] y cuyas capacidades instrumentales eran incluso menores que las de muchos otros músicos de rock, habían cambiado para siempre el universo de la canción de tradición popular y, de paso, habían convertido el rock en un campo que aparecía notablemente fértil para la experimentación y especialmente generoso para recibir aportes de otras tradiciones.”
Para Fisherman, lo que sorprende en los años sesenta es el nivel de aceptación masiva al que llegaron estéticas que podrían clasificarse de ruptura. Como lo muestra la historia de los Beatles, en esa década la música popular cruzó una vez más (lo que ocurrió antes con el jazz y el tango, por ejemplo) ese umbral por el que dejó de ser melodía bailable y se convirtió en composición destinada a la escucha. Música compleja para un público complejo, y no aturdida imitación simiesca.

En Pimientilandia

“Había una vez, o quizá dos, un paraíso extraordinario llamado... Pimientilandia.”
Así, más o menos, arranca la película Yellow Submarine (1968), aventura psicodélica de dibujos animados que tiene a los Beatles como protagonistas, y acaso de esa manera podría iniciar en español el libro de ilustraciones del Submarino amarillo lanzado en el 2004 en distintos idiomas (inglés, alemán, francés, italiano, noruego, portugués y japonés, según la página oficial www.yellowsubmarine.com), pero del cual no hay noticia de una edición próxima en Latinoamérica o España.
El comienzo es clásico: “Once upon a time, or maybe twice, there was an unearthly paradise called... Pepperland”.
¿Se trata de un inocente relato? Lo curioso es que, tanto de su versión fílmica como impresa, habría dos lecturas: una lo percibe como una fantasía para menores de edad y otra como una amalgama alucinatoria reflejo de la ingestión de estupefacientes. Ya que el contexto social cambió, quizá ahora prevalezca que el Submarino amarillo sea considerado más como una fábula infantil, y de ahí que se imprima un tomo dirigido a los niños (pero que también buscarán los afanosos seguidores de los Beatles).
La psicodelia y las drogas caminaron juntas durante los años sesenta, y esto se reflejó en el repertorio beatle, pese a los testimonios en contrario. John Lennon insistía en que “Lucy in the sky with diamonds”, por ejemplo, no había sido inspirada por el LSD, cuyas iniciales contiene, sino en un dibujo realizado por su hijo Julian en el que Lucy, compañera de escuela, volaba por un cielo de diamantes, y acaso algo similar podría contarse de “Yellow submarine”, compuesta por Paul McCartney como divertimento para que la cantara Ringo Starr.
En esta ambigüedad entre lo cándido y lo malicioso se construyó un mundo imaginario al que de pronto, en la fiebre de la beatlemanía, podía acceder “todo público”, y cada quien interpretaba las cosas a su manera.
Y quizá desde entonces importó menos lo que había motivado el viaje que la odisea musical en sí misma.

***

La canción “Yellow submarine” es del álbum Revolver (1966), como sexto track del lado A, y lleva la voz cantante el baterista de los Beatles. Tiene en los coros a sus compañeros, más Brian Jones (de los Rolling Stones), Marianne Faithfull (musa de Jagger y Keith Richards, ella misma solista), Pattie Harrison y George Martin, entre otros.
La tonada es simple y, por lo mismo, pegajosa. Tan conocida que hasta resulta vano citarla: “We all live in a yellow submarine / yellow submarine / yellow submarine”. Al guionista y productor Al Brodax se le ocurrió que de ahí podría salir una buena película, y se acercó a Brian Epstein, mánager del grupo. Éste pensó en dos cosas: ya aparecían en la televisión británica caricaturas de los Beatles, y había planeado que a futuro se hiciera un filme con esa técnica; y tenían el compromiso firmado con la United Artists por tres largometrajes, de los cuales se habían filmado sólo dos y no se veía cómo lograr que se hiciera el tercero. Acaso aceptarían cerrar con éste el contrato.
Accedió, pues. En tal caso, por lo mismo de que se trataría de animaciones, la participación directa de los Beatles sería limitada, e incluso no se precisaría de ellos para las voces de los personajes, encargadas a actores: John Clive fue Lennon, Geoffrey Hughes fue McCartney, a Ringo (y al jefe de los Azules Malosos) lo caracterizó Paul Angelis, y Peter Batten fue Harrison.
La aportación del cuarteto consistiría en cuatro canciones nuevas (que fueron “Only a northern song”, “All togheter now”, “Hey bulldog” e “It’s all too much”), a las que se agregarían “Nowhere man” de Rubber Soul (1965), “Yellow submarine” y “Eleanor Rigby”, de Revolver; “All you need is love”, lanzada anteriormente como sencillo; “When I’m sixty-four”, “Lucy in the sky with diamonds”, “Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band” y un fragmento de “With a little help from my friends”, del Sargento Pimienta; con arreglos orquestales a cargo de George Martin.
Brian Epstein hizo el trato, y el equipo de Al Brodax puso manos a la obra en un estudio de animación en el barrio de Soho.

***

Había que construir una historia en torno a un submarino amarillo que navega por el verde mar. Debía ser el relato de un viaje imposible, a la manera del Julio Verne de las 20,000 leguas de viaje submarino o el Frank L. Baum del Mago de Oz o el Lewis Carroll de Alicia en el país de las maravillas, que sirvieron además como modelos gráficos.
En cuanto a los protagonistas, el cuerpo creativo revisó las dos cintas de Richard Lester en que los Beatles habían participado: A Hard Day’s Night (La noche de un día difícil, 1964) y Help! (¡Auxilio!, 1965), y que sirvieron para estudiar las voces y acercarse al humor beatle.
Gracias a que el 1 de junio de 1967 salió a la venta un siguiente álbum del grupo, el Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band (1967), se agregaron otros motivos: primero el nombre de la banda y su forma de vestir, tomada de la portada del disco, y luego el lugar de la fantasía, Pepperland, que podría traducirse como Pimientilandia.
Y comenzó a cobrar vida el cuento fílmico: “Érase una vez, o dos, en un paraíso de fantasía llamado... Pimientilandia. A ochenta mil leguas bajo el mar yace o se halla, no estoy muy seguro, esta tierra maravillosa donde canciones y risas corren junto con el viento y uno nunca se siente solo porque la banda del Sargento Pimienta está siempre tocando tu canción... O por lo menos así era hasta que apareció el ejército de los Azules Malosos, que odian la música y quieren desterrarla de Pimientilandia. Sus tropas son poderosas, con los perros de cuatro cabezas, los turcos mordedores, los largiruchos arrojadores de manzanas y el guante volador. El capitán Fred escapa de la guerra a bordo de un submarino amarillo que lo llevará, ochenta mil leguas arriba, a Liverpool, en busca de ayuda”.
La cinta fue dirigida por George During con guión de Lee Minoff, Al Brodax, Jack Mendelson y Erich Segal. El diseño gráfico estuvo a cargo del artista alemán Heinz Edelmann. Se estrenó el 17 de julio de 1968 en el London Pavillion; el disco circuló hasta seis meses más tarde, el 17 de enero de 1969.

***

“Por la calle de la Esperanza vagaba Ringo desesperanzado.” Aunque era quizá el menos venturoso musicalmente, algo tenía Ringo Starr que de los cuatro fue tal vez el que más brilló en la pantalla. En torno a él gira la trama de Help!; y su melancólica caminata por las orillas del río en A Hard Day’s Night fue muy celebrada. Con el mismo ánimo se le encuentra en Yellow submarine, película y libro, en los que musita: “Liverpool suele ser un lugar solitario el sábado por la noche... y apenas es jueves por la mañana. ¡Nunca me pasa nada!”
La cinta no sólo despliega una gran imaginería visual, también juega con el lenguaje. Durante el primer ataque de los Azules Malosos vemos a la palabra know (saber) convertirse en now (ahora) porque el guante volador aplasta la K, y al fin en no al desaparecer la W. Cuando el capitán Fred llega con Ringo, le pide ayuda citando títulos del cancionero beatle: “Help! I really need somebody. Help!” o “Please. Pl-ea-se help me!”, por lo que el baterista afirma que la historia ha tocado su corazón y decide apoyarlo.
La expresión no se queda quieta: sólo por un leve movimiento de labios, el día sábado (saturday) se vueve el día de la cítara (citarday), que era el instrumento hindú entonces favorito de Harrison. O un beatle dice a otro beatle: “Si tienes que gritar, hazlo quedo”.
También son amplias las referencias visuales, con alusiones tanto a la historieta como al arte pop y la psicodelia. En unos instantes de proyección, muchas cosas ocurren: al beber una pócima, Frankestein se convierte en John Lennon; a Harrison se le descubre en un colorido viaje místico del que emerge con una enseñanza: “Todo está en la mente”; Paul aparece como un joven Mozart y lo cubren los aplausos; y Ringo es retratado como un moderno Charles Chaplin.
Para llegar a Pepperland, el submarino amarillo debe atravesar por mares y canciones: en el mar del tiempo se escucha “When I’m sixty four”; en el de la ciencia, “Only a northern song”; en el mar de la nada, “Nowhere man”; en el mar de las cabezas, “Lucy in the sky with diamonds”, hasta llegar al verde mar, antesala de su destino final.
A partir del mar de la nada se les une ese curioso ser que se presenta como Jeremy Hilary Boob, doctor en filosofía, físico eminente, políglota clásico, botánico premiado, mordaz satirizante, talentoso pianista y buen dentista, caricatura extraña del intelectual que está fuera del mundo, ajeno a la vida, metido en sus cavilaciones: “Tan poco tiempo, tanto por aprender”. Ringo lo califica como un verdadero hombre de letras, y para él es el tema “Nowhere man”, pieza asombrosa por críptica y clara a la vez: “He’s a real nowhere man / sitting in his nowhere land / making all his nowhere plans for nobody” (“Él es un hombre de ninguna parte / sentado en su ningún lugar / haciendo sus no-planes para nadie”). Aunque: “Isn’t he a bit like you and me?” (“¿No es un poco como tú y como yo?”)

***

A Pimientilandia la salvan los Beatles con su música. Rescatan los uniformes y los instrumentos de la banda del sargento Pimienta, y atacan a los Malosos Azules con canciones. Los pimientilandeses regresan a la vida y al color. En la batalla el glove (guante) se convierte en love (amor), de cuya transformación nace el canto “All you need is love”, que hace huir a los Malosos y convierte a su jefe en un redondo jardín de rosas.
Esa historia llana se enriquecen tanto con las canciones de los Beatles, como con el arte creado por Heinz Edelmann. En éste se basa Fiona Andreanelli para la adaptación gráfica del libro; y el texto es de Charlie Gardner, según el guión original. El tomo mide 25 por 28 centímetros, tiene pasta dura y camisa, y repite, en cuanto la imagen de la portada, tanto al cd de relanzamiento (songtrack) como al dvd de la cinta restaurada, ambos de 1999.
El submarino amarillo puede ser, entonces, una canción que canta Ringo Starr en Revolver, una película psicodélica de los Beatles y el álbum que la acompañaba, y también el cuento contado a un niño. “And all our friends all aboard / many more of them live next door / and the band begins to play” (“Y nuestros amigos están abordo / muchos más viven al lado / y la banda empieza a tocar”).

¡Qué noche la de aquel día!

El arranque es impetuoso: primero un rasgueo de guitarra que resuena uno o dos segundos, y luego un coro agradable: “It’s been a hard day’s night / and I’ve been working like a dog” (“Ha sido la noche de un día difícil / y he estado trabajando como perro”)... Corren hacia la cámara tres melenudos perseguidos por una turba de admiradores; se tropieza George Harrison y hace que caiga Ringo Starr, que viene atrás. Sin detenerse pero volviéndose a verlos, John Lennon se ríe de sus compañeros, que se incorporan y retoman el paso. Con estas acciones como fondo aparece entonces en la pantalla el crédito del grupo: “The Beatles”, y enseguida el título de la película: A Hard Day’s Night.
La canción acompaña las peripecias de este trío en su intento por llegar sanos y salvos al tren; mientras el otro escarabajo, Paul McCartney, lee con tranquilidad el periódico en una banca de la estación ferroviaria de Marleybone, con barba y bigote postizos, junto a su abuelo John McCartney (en realidad, el actor irlandés Wilfrid Brambell), y después caminan ambos hacia el andén para reunirse con los que escapan de los fanáticos. Antes de subir al vagón, Paul se despoja del disfraz. La melodía llega entonces a sus acordes finales: “But when I get home to you / I find the things that you do / will make me feel alright / you know I feel alright” (“Pero cuando regreso a casa a tu lado / veo que las cosas que me haces / me harán sentir bien, / tú sabes que me siento bien”). Y el tren avanza.
Si hoy todavía causa un leve escalofrío la recreación en mala prosa de la secuencia de créditos iniciales de la película de los Beatles, habría que ponerse en situación de quien cuarenta años atrás entró a una sala cinematográfica y vio la cinta por vez primera. Ya para entonces el nombre del grupo era conocido mundialmente (o como reza el lugar común, ya había rebasado las fronteras de su país, detonando esto sobre todo su visita a los Estados Unidos de Norteamérica en febrero de 1964), y tener esa experiencia de acercamiento casi directo con ellos y con su música debió haber sido impresionante.
Pero eran otros tiempos, y los estrenos no eran globales (el mismo día, a la misma hora) sino paulatinos: la premier real de La noche de un día difícil se llevó a cabo en Londres el 6 de julio de 1964; la premier “norteña”, en Liverpool, fue el 10, con un recibimiento en la ciudad de unas 200 mil personas. En Estados Unidos hubo un estreno simultáneo en 500 cines el 12 de agosto... A México la cinta llegaría hasta diciembre de 1965, al cine Internacional de la capital del país, más de un año más tarde aunque con portazo incluido (lo que da una idea de la avidez que había por verla). El 28 de agosto de ese año los Beatles pudieron haber tenido una actuación en vivo en México, pero las autoridades temieron a los sobresaltos que despertaban en los jóvenes, y éstos tuvieron que seguir el fenómeno a larga distancia, es decir vía long play.
Con Gustavo Díaz Ordaz en la presidencia y Ernesto P. Uruchurtu como “regente de hierro”, los días y los anocheceres en México eran también agitados.

***

Parecería que todo había sido planeado para lanzar mundialmente a los Beatles, pero a principios de 1964 era difícil prever lo que ocurriría con el cuarteto durante ese año. Brian Epstein se esforzó para que tuvieran cierto éxito, pero no pensó que lo sería a tales niveles. Si el año anterior lo iniciaron haciendo giras provinciales en una fría furgoneta y lo terminaron en una gala real y como centro de un fenómeno inglés bautizado por la prensa como “beatlemanía”, el siguiente los enfrentaba a un reto que era como un salto al vacío, y en el que muchos músicos británicos fracasaron: conquistar al público “americano”.
Antes de ese primer viaje a los Estados Unidos de Norteamérica estuvieron en París, y dieron algunos conciertos sin causar gran euforia. Cuando llegaron al aeropuerto de Nueva York, el 7 de febrero, encontraron a una sorpresiva multitud que los aclamaba. Fue ese el día en que los estadounidenses despertaron de una pesadilla ocurrida pocos meses atrás, el 22 de noviembre del 63: el asesinato de su presidente John F. Kennedy, y es la fecha exacta en que la vida de estos muchachos tuvo un cambio diametral pues se convirtieron en astros internacionales.
Una de las incidencias de ese viaje la ocasionó el mal clima: por las fuertes nevadas tuvieron que hacer el viaje de Nueva York a Washington no en avión sino en tren, en convivencia con la gente de la prensa. Ese trayecto les sirvió como ensayo general de un filme que ya se estaba cocinando en cuanto a la preproducción, y que había sido (mal) negociado en octubre del 63 por Brian Epstein y gente de la United Artists: recibieron 25 mil dólares más un porcentaje bajo en las ganancias, cuando en la época Elvis Presley cobraba hasta medio millón por película y recibía el 20 por ciento extra, y no el 7 por ciento conseguido por el representante Beatle. Pero entonces ellos eran sólo cuatro muchachos de los que no se sabía hasta dónde podían llegar, y Epstein quedó satisfecho con el trato, que incluso los obligaba a hacer dos películas más.
Al observar las paralelas, en el último vagón de ese tren que marchaba hacia Washington, el 11 de febrero de 1964 Paul le comentó a un reportero que apenas regresaran a Inglaterra comenzarían a trabajar en su debut cinematográfico: y que la historia, precisamente, arrancaba de modo ferroviario. Tenían la ilusión de la pantalla grande, pues habían crecido con las películas de Elvis Presley y con un musical cómico que los entusiasmó en la adolescencia: The Girl Can’t Help It (1956), de Frank Tashlin y con la actriz Jayne Mansfield (sex symbol de los cincuenta), donde hacían apariciones melódicas Fats Domino, Gene Vincent and his Blue Caps y Little Richard.

***

La noche de un día difícil (o Qué noche la de aquel día o Anochecer de un día agitado o ¡Yeah, yeah yeah, Paul, John, George y Ringo!, como se le ha conocido en Hispanoamérica) se filmó entre el 2 de marzo y el 24 de abril en un contexto arduo, pues para ese momento, luego de la conquista americana, cualquier aparición de los Beatles en la vía pública ocasionaba alborozo y alborotos. El blanco y negro de la película tiene como razón lo bajo del presupuesto asignado (sólo 300 mil dólares), pero contribuyó a crear esa atmósfera de documental o diario de una jornada en la vida de los cuatro músicos.
La dirección fue de Richard Lester, especialista en comedia; y el guión corrió a cargo de Alun Owen, autor teatral. Éste acompañó a los cuatro en alguna gira, los vio cómo se comportaban en privado y sobre todo escuchó cómo dialogaban entre ellos. Aunque en la cinta parezcan “naturales”, ello se debe a que hay atrás un guión y alguien que supo observarlos. A Owen le llamó la atención, por ejemplo, esa forma que tenían para describir a la gente: “Es muy limpio, ¿no es cierto?”, que en la cinta se le aplica en reiteradas ocasiones al abuelo ficticio de Paul.
Como era una época de descubrimientos, tenían tiempo y ganas para aprenderse el guión y la disciplina para cumplir las largas sesiones de rodaje. Sólo así pudieron quedar bien trazados sus temperamentos: el ingenio de John, el humor lacónico de Ringo o la inocencia ácida de George, y el donjuanismo simpático de Paul.
A Lennon le gusta mostrarse ireverente: en el tren, por ejemplo, toma una botella de Coca-cola y simula aspirar de ella como si fuera cocaína. Luego, en la bañera, revive entre burbujas una divertida batalla del ejército alemán y el ejército británico. Y ya en el teatro, convierte una cinta métrica que sostiene el sastre Dougie Millings en un listón que ha de cortar la reina, y dice con voz afeminada: “Declaro abierto este puente”.
En la reunión con la prensa le pregunta un reportero:
—¿Cómo encontraron Norteamérica?
Y John Lennon responde:
—Torciendo a la izquierda en Groenlandia.

***

La crítica especializada quedó conforme con la cinta. Sorprendió que los Beatles no sólo fueran buenos músicos sino que además tuvieran facilidad histriónica. Los diálogos disparatados tenían el complemento de escenas en las que, al ritmo de la música, se entretenían divirtiéndose como niños, como en la secuencia de “Can’t buy me love”, cuando escapan del teatro y van a un campo empastado, dan saltitos, fingen pelear, todo seguido por unas cámaras en movimiento también constante. Hubo quien dijo que eran los nuevos hermanos Marx.
El que más llamó la atención, por extraño que parezca, fue Ringo: tiene ese momento en solitario en que sale a caminar por la ciudad, y por el que se le comparó con Charles Chaplin. El fondo es una versión instrumental de George Martin a “This boy”. Lo que hace Ringo, sin quererlo, es meterse en problemas. Como diría Alex Lora, nada le sale bien: si coloca la cámara en una piedra para tomarse una fotografía, la cámara va a dar al río; si entra a un bar, comete sin darse cuenta varios destrozos; si extiende su gabardina en el suelo para que una damita no ensucie sus zapatos en el lodo, ésta cae en un gran agujero...
George Harrison no actúa mal. Le dan esa escena en que se equivoca de oficina y entra en un despacho de gente interesada en lanzar productos para las nuevas generaciones. Como representante de los jóvenes, lo entrevistan sin saber quién es. Entre otras cosas, dice una palabra que acaso no circulaba en el idioma inglés, y que a partir de la cinta se volvió muy popular: “grotty”, por grotesco... que al parecer fue un hallazgo del guionista.
El más discreto es Paul, quien por sentir el compromiso de actuar bien dejó de hacerlo, aunque tiene ese apoyo constante del veterano actor irlandés Wilfrid Brambell, en el papel de su abuelo intrigoso, y de quienes aparecen como representante y asistente del grupo, Norman Rossington (“Norm”) y John Junkin (“Shake”).

***

Una curiosidad mexicana es la entusiasta afición Beatle. No sólo hay dos horas diarias en la radio nacional, y otros programas en provincia dedicados a su música. Circulan varios grupos de tributo y se organizan a cada tanto festivales de fanáticos en los que se consiguen la más diversa memorabilia, además de grabaciones no oficiales (de las que hay por cientos). En el 2004, una cadena de supermercados le dedicó un mes a los Beatles, y se vendieron playeras, discos compactos, acetatos y DVD’s...
Un cuarteto que editó sus primeros álbumes más de cuatro décadas atrás, y que dejó de grabar hace tres, y con dos de sus integrantes ya fallecidos, mantiene en el mundo una vigencia inusitada.
Y todavía causa escalofrío el rasgueo de una guitarra que resuena por unos segundos, y ese coro agradable: “It’s been a hard day’s night / and I’ve been working like a dog”, escuchados por vez primera hace cuarenta años.