Monday, October 17, 2005

Conformarse vende

Los años sesenta parecen todavía un asunto vivo. Son continuas las referencias a personajes y situaciones de la época, tanto en lo cultural como en lo político. Hay cuentas pendientes, por ejemplo en lo que respecta al 2 de octubre mexicano (pues los culpables de la matanza de Tlatelolco se mantienen sin juicio ni castigo, pese a la promesa en contrario por parte del gobierno panista); y también se revisan día con día los efectos sociales (costumbres, forma de vestir, ética y estética) que pudo haber provocado esa década cambiante. Aún escuchamos a los Beatles, los Rolling Stones y los Doors (y muchas otras agrupaciones musicales); o, en cuanto al pensamiento o la reflexión, se habla de Herbert Marcuse, Allan Watts y Theodore Roszak, centrales por sus exploraciones en lo alternativo o contracultural... Una cinta del 2003 (Los soñadores, de Bernardo Bertolucci) se sitúa en el mayo de París en 1968, ese mismo (por lugar, año y mes) en el que se detiene Carlos Fuentes en Los 68 (Debate, 2005), que rescata un texto (crónica o mosaico de voces) publicado entonces por la editorial Era (París, la revolución de mayo), al que se agregó un ensayo sobre la novelística del checo Milan Kundera (con lo que se cubre indirecta e insuficientemente la “primavera de Praga”) y un fragmento de Los años con Laura Díaz (1999), reseña mínima —y de pobres virtudes literarias— de la matanza de Tlatelolco.
Lo único realmente nuevo de esta “novedad” editorial es un prólogo de seis páginas, en donde Fuentes define a 1968 como “uno de esos años-constelación en los que sin razón inmediatamente explicable coinciden hechos, movimientos y personalidades inesperadas y separadas en el espacio”, y se pregunta qué tanto de lo ocurrido luego puede considerarse como efecto de esos meses de febril cuestionamiento, para dejar la pregunta en el aire. ¿Quién lo sabe? Quizás, dice, sin mayo en París, sin primavera de Praga y sin Tlatelolco en México, las nuevas sendas de la democracia y la crítica social se hubiesen, de todos modos, abierto paso. Esto también habría sucedido, acaso podría agregarse (con esa misma lógica), sin Carlos Fuentes.
En Rebelarse vende: el negocio de la contracultura (Taurus, 2005), un par de investigadores canadienses, Joseph Heath y Andrew Potter, extienden la duda y le dan su vuelta de tuerca (a la derecha): para ellos la influencia de los años sesenta (en el arte y las ideas) no sólo fue cierta al final del siglo XX sino, además, dañina, pues instauró un irresponsable sentido crítico, la peligrosa inconformidad contra lo establecido (que conlleva, cito, ¡“un espectacular descenso de la cordialidad”!). Según estos autores habría que aceptar a la sociedad de masas tal y como es, o procurar acaso algunas reformas, pero no intentar (nunca de los nuncas) cambiarla por completo. Celebran el consumismo, cuyo único pecado sería el satisfacer demasiado a la clase obrera; gustan de la rigidez legal, porque de otro modo se viviría en la anarquía (y además los gobiernos son cada vez menos autoritarios); portarían gustosos uniformes militares o fabriles (y febriles), para ellos una forma de aclarar las jerarquías en una estructura laboral, educativa o represiva; defienden a la publicidad, puesto que el que no muestra no vende, y sin ventas no hay progreso, pero sí consideran conveniente alguna regulación; creen que pobreza y mal gusto van unidos, y que la alta cultura acompaña al bienestar económico y ecuménico...
Hay frases donde se retrata inequívocamente su forma de pensar: “Es necesario algún tipo de control social para mantener un sistema de beneficios mutuos; por eso conviene castigar la desobediencia”; “Si una solución autoritaria consigue crear el nivel de confianza necesario, lo más probable es que todos los bandos la acepten con entusiasmo”; “¿Y qué tienen de malo los yuppies? Aparte de ser lo que son, ¿qué crímenes han cometido?”; “¿Dónde se traza la línea divisoria entre la transgresión y la patología? ¿Cuándo se convierte la ‘filosofía antisistema’ en una enfermedad mental? ¿Cuál es la diferencia entre la conducta antisocial y la oposición a la sociedad de masas? ¿En qué momento lo ‘alternativo’ se transforma en pura demencia?”
¿Pura demencia? La Real Academia explica la palabra “oxímoron” como la “combinación en una misma estructura sintáctica de dos palabras o expresiones de significado opuesto, que originan un nuevo sentido”. Quizá se trate de algo como eso, de un “bestseller oxímoron”; en la portada aparece un rostro del Che Guevara impreso en una tacita de café frío. Si, como proponen, rebelarse vende, el efecto de conformarse parece llevar a los mismos resultados; su perfil anticontracultural, de especialistas críticos en lo alternativo, a la diestra de todo, les permite no obstante apoyarse en los signos de la discusión (como el gancho gráfico del rebelde por excelencia) para atraer a huxleyanos lectores felices, aunque con leves tintes sicodélicos a desteñir.
En Los 68 —que es un libro no original sino hechizo—, confía Carlos Fuentes en que los negocios públicos cambiaron para bien después de los años sesenta, gracias o no al mayo de París, la primavera de Praga o el movimiento estudiantil mexicano (que él reduce a Tlatelolco); en Rebelarse vende, dos investigadores canadienses (¿asquerosamente derechistas?) cuestionan a los cuestionadores de esa década por impulsar una relación hostil entre las sociedades y sus instituciones, y perciben el mito contracultural como un lastre... Las miras son cortas, pero el tema está ahí.

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