Thursday, September 17, 2009

La Beatlemanía charra

Como se si tratara de un grupo surgido en el barrio de Tepito o en alguna colonia populosa del norte de la ciudad Monterrey, tienen Los Beatles presencia diaria en el país y se les puede imaginar, sin necesidad de grandes elaboraciones mentales, en compañía de Chava Flores o Germán Valdés Tin Tán. Éste, por cierto, cantaba en los años sesenta “Ráscame aquí”, una versión paródica de “Quiero estrechar tu mano”, y cuya letra (actívese el riff de la memoria en do y re) decía (¡música maestro!) más o menos así: “Oh yea, dame tu mano, que tengo comezón, / oh yea, dame tu mano, quiero rascarme aquíiiiiiii”.
En los puestos de periódicos suele haber ediciones especiales de los cuatro fabulosos, unas mal hechas y otras también (con los datos revueltos y las fotos mal impresas), con excepción acaso de los números monográficos de La Mosca en la Pared, que eran en verdad para coleccionistas; en la fonda, mientras acomete uno la vitamina T, no es difícil encontrar (en paredes por las que circulan moscas, también, y cucarachas) carteles del Cuarteto de Liverpool o chicos que manchan de grasa o salsa sus playeras negras (compradas en el tianguis) con fotos de John, George, Paul y Ringo; y probablemente, mientras uno le pone la sal a la torta y el taco o la tostada, la música de fondo sea de los cuatro fabulosos, pues hasta el día de hoy la radio comercial mexicana dedica dos horas enteras, una a las ocho de la mañana y otra a la una de la tarde, al grupo. ¡Sí, señores, vino la raza y los convirtió en Bicles!
Esta persistencia ha provocado algunos ritos surrealistas, como las tardeadas beatlémanas en los teatros Tepeyac, El Ferrocarrilero y hasta el Metropolitan, para escuchar a grupos-tributo que llegan a ser sofisticadas copias charras de la banda inglesa: consiguen instrumentos de la misma marca y modelo, encarnan a cada uno de los músicos sea en la primera época, en la etapa sicodélica o en el crepúsculo de los sesenta (“ese es McCartney, claro, y ese otro, el de los lentecitos, es Lennon, y el chaparrín…”), tocan y cantan como ellos, y llegan a desarrollar en el escenario, con una precisión pasmosa (hasta con maestría, diríase), piezas que por su dificultad Los Beatles nunca se atrevieron a interpretar en vivo, como “Un día en la vida”, y habrá quienes se animen hasta con la “Revolución número 9”. Y sucede, sí, cuando uno está en el público, que llega a sentirse como si se presenciara una resurrección directa de aquellos que, alguna vez, pudieron haber tocado en México (en agosto de 1965), en un concierto cancelado por el Regente de Hierro, Ernesto Peralta Uruchurtu. El rito se convierte en un ajuste de cuentas, aunque sea ficticio, con el político: “¿No que no? Aquí están ellos, son nuestros”.
En varias ciudades de la República Mexicana hay tiendas de memorabilia Beatle, y en algunas hay festivales anuales de intercambio y venta de discos originales, copias piratas o recopilaciones alternativas de manufactura independiente (Pear o Walrus, por ejemplo), muñecos, gorras, corbatas, calcetines, chamarras, encendedores, ceniceros, loncheras y todo lo que pueda uno imaginar. Y hay familias enteras que sacan el gasto semanal gracias a la Beatlemanía, en la venta o hechura de objetos diversos.
Entre los personajes del país que convoca esta fiebre musical —además de los conductores del programa de radio, uno de ellos surgido del “Gran Premio de los 64 mil pesos”—, está Ricardo Calderón, coleccionista y copista de objetos relacionados con el cuarteto, del club Seguimos Juntos, que año con año organiza un viaje mágico y misterioso a Londres y Liverpool, y quien guía a los fanáticos a los sitios emblemáticos. Este 2009 consiguió que un grupo-tributo mexicano, Aleph, tocara en la mismísima Caverna liverpooliana. Y a su regreso Calderón se dedicará a organizar su Beatle Fest en las cercanías de La Villa, a desarrollarse a finales de noviembre o comienzos de diciembre. Otro personaje es José Estrella, que tiene su tiendita Beatle en la calle Vértiz, por el Parque de las Américas, en la colonia Narvarte, del defectuoso… aunque hay ya otra en Pilares (ventanera), entre Cuauhtémoc y División del Norte, que le hace competencia.
Los Beatles nunca tocaron en México (juntos, se entiende), pero están aquí, siguen aquí, de aquellos años maravillosos hasta ahora; y desde el ronco pecho de Tin Tán puede contemplarse su curiosa inmersión en la cultura autóctona: “Cuando me rascas siento que voy a morir, / dame tu mano quiero más, mucho más, mucho máaaaaaas”...

Septiembre 2009

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Saturday, March 15, 2008

El (des)orden aleatorio

Convivimos con ello, y por lo mismo no nos detenemos a pensar lo que significa que casi toda nuestra colección musical pueda estar ahora comprimida en una pequeña caja… que algún día cumplirá, por cierto, su vida útil, porque no es un almacén permanente o eterno. Supe de alguien que al darse cuenta que podía tener su discoteca completa en el bolsillo cargó en su reproductor todo lo que tenía y regaló sus discos físicos. ¿Qué hizo el día en que el milagroso artefacto comenzó a fallar?, ¿simplemente fue por otro a la tienda más cercana y volvió a empezar de cero?, ¿tenía un respaldo confiable?, ¿qué tanto perdió en el camino?
Lo mismo de quienes sustituyen sus libros por lectores computarizados puede decirse del experimento sónico: siempre será tranquilizador tener a la mano el álbum (o el tomo) original, por cualquier cosa que llegara a ocurrir. Los libros, por ejemplo, no se apagan de repente, no se descomponen así como así. Y puede uno leerlos sin que se les acabe la pila. Si el reproductor digital desaparece o es robado, estará por ahí el disquito para consolarse mientras se le guarda luto a la modernidad. Pero nada es nunca eterno, y nada nunca es para siempre. ¿Nos sobrevivirá el reproductor o le sobreviviremos nosotros? Que alguno de los dos descanse en paz.
El estado actual de mi cajita musical es la siguiente: tiene 18.83 gigabytes de música, suficiente para 14.3 días de sonido continuo. En otras palabras, metí en ella 5 mil 687 canciones que vienen de 363 álbumes de 639 artistas en 14 géneros (blues, clásico, rap, rock, pop, disco…) Hay mucho y de todo, pero algunos personajes están en el cuadro de honor: de Björk, por ejemplo, tengo 21 álbumes, de los que resultan 210 canciones o 14 horas de música continua; de Pink Floyd hay 31 álbumes y 334 canciones, para pasar un día completo con los fluidos rosados… Los Beatles son otra cosa: 74 álbumes, mil 348 canciones, 2.5 días de disfrute del cuarteto de Liverpool, pues se incluye lo oficial y mucho de lo que hay de grabaciones alternas.
El coctel aleatorio está a la mano, y si se le activa puede uno sorprenderse: es como si uno hubiera introducido sus discos en una licuadora, y resultara cada vez una mezcla diferente. Podría pensarse que es una nueva forma de escuchar, porque el universo del gusto personal se agrupa en un espacio pequeño y crea extraños vaivenes.
Veamos, mientras se escriben estas líneas, qué jornada propone el reproductor. Es sus marcas, listos… La primera pieza es “Come together”, versión en vivo de John Lennon que viene en recopilatorio Working Class Hero. Del beatle en su etapa solitaria están todos sus álbumes; no podría decir lo mismo de Paul McCartney, porque en algún momento me di cuenta de que su orbe es tan amplio como irregular, y no vale la pena ser exhaustivo con él. Quizá sí con George Harrison, que no tiene demasiado. Y en cuanto a Ringo, mejor irse por los grandes éxitos, el Photograph.
Acaba “Come together” y sigue “No no no” con Yeah Yeah Yeahs (de Fever to Tell), aportación de mis hijas mayores… pues la cajita se ha alimentado con algunas cosas suyas, pese a los reclamos de una de ellas, Jimena, de que me apropie de lo que les gusta. La bebita, Ana Luisa, también contribuyó: escucha con emoción a Mozart, Cri-Crí y últimamente a Bing Crosby con Louis Armstrong. A los cinco meses de vida le dio por el jazz.
Se diluye el “No no no” entre raros sonidos y aparece U2, con “Mystirious ways” (de The Best of 1990-2000), y son, pues misteriosos los caminos del señor de la manzana, tercero en la lista de millonarios mundiales, leí en algún lado. Un grupo, éste de U2, con el que simpaticé un tiempo pero al que (para ser sinceros) me cansa escucharlo. Me agradaron por ser irlandeses. Puedo al día con una o dos canciones suyas, casi nunca un álbum completo.
A veces se atan las canciones: los tambores finales de “Mystirious ways” podrían haberse unido a los de “Sympathy fot the devil”, de Rolling Stones… pero no pasó. Enseguida, Simon & Garfunkel cantaron “He was my brother”. Después, Madonna y “Justify my love”; y Rolling Stones, sí, con “You don’t have to mean it” en vivo. Luego, una serenata de Mozart; y algo disco: Baccara y “Yes sir, I can boogie”; Elvis Presley y “Surrender”... Y así sucesiva y aleatoriamente, ¿por los siglos de los siglos?

Marzo 2008

Sunday, January 20, 2008


Es maravilloso estar aquí

En otro espacio (físico y temporal), atreví la siguiente propuesta: en un terreno heterodoxo, es posible comparar vida y obra del escritor irlandés James Joyce con la historia y las grabaciones de los Beatles. Uno y los otros vienen de una ciudad periférica de Londres (Dublín y Liverpool) atravesada por un río (el Liffey o el Mersey). Tanto Joyce como John Lennon y Paul McCartney sufrieron la pérdida temprana de la madre, que en el caso del narrador se vuelve ese grito angustioso del personaje Stephen Dedalus (alter ego de Joyce): “Madre, déjame ser, déjame vivir”; y en Lennon suena de esta manera: “Madre, tú me tuviste pero yo nunca te tuve”. Las primeras creaciones de uno y los otros son sencillas y melodiosas (como los cuentos de Dublineses o incluso el Retrato del artista adolescente), y emprenden luego un camino experimental: el Sargento Pimienta es el Ulises de los Beatles; y el álbum blanco es su Finnegans Wake.
A cuarenta años de su lanzamiento (apareció oficialmente el 1 de junio de 1967), el Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band es una de esas piezas culturales que siempre está ahí. Por lo mismo, resulta difícil ponerse en situación de escucha inocente, e ir al álbum o disco de larga duración (como se decía en la era anterior al CD) y oírlo como si fuera la primera vez. Habría que retroceder de forma imaginaria esas cuatro décadas y pensar el universo como entonces se concebía; y recoger algunas de las piezas que parecieron configurar esos locos años sesenta.
Cada país tuvo sus razones para enloquecer, pero en Inglaterra la debacle del partido político conservador (al descubrirse en sus filas un escándalo sexual con ecos internacionales) fue inversamente proporcional al surgimiento de la Beatlemanía. La inesperada permisividad conservadora, oculta hasta el año 63 y puesta en evidencia por el “caso Profumo”, pareció la señal de arranque de un tiempo en que todo, o casi todo, fue experimentado. El ocaso de los políticos al viejo estilo provocó que se buscaran nuevos asideros, y los Beatles fueron uno de los focos de esa revolución de las costumbres que designó a Wonder-London como capital espiritual… aunque de ella hayan sido, de algún modo, expulsados, por el tráfago de las giras musicales internacionales en que estuvieron metidos de comienzos de 1964 al 29 de agosto 1966, fecha de su concierto en el Candlestick Park de San Francisco, el último del cuarteto.
Liverpool ya no era el puerto de arribo de esos muchachos norteños, sino Londres. Y a su regreso la ciudad había cambiado. En el UFO se presentaba, en noches memorables, Pink Floyd, con su combinación de juego de luces, proyecciones de filmes vanguardistas y eternas improvisaciones musicales. Syd Barrett & Friends, entre otros celebrantes del underground, proporcionaban la base sonora para los prolongados vuelos interestelares de marihuana y ácido lisérgico de sus seguidores. La psicodelia estaba ahí.
Entre gira y gira, los Beatles habían intentando avanzar. De su arranque tumultuoso con canciones sencillas y pegajosas, llegaron un punto en el que tuvieron que pedir ayuda (Help!, 1965) por sentir que ahí, solos en los estadios (“un andar solitario entre la gente”, diría el poeta), se convertían en loros absurdos, para entregarse luego (en sus pocos ratos libres en el avión, en el cuarto de hotel) a dos creaciones que señalaban nuevos rumbos para su música. Una cosa por la otra: la popularidad inesperada y mundial les creó cárceles personales pero también grandes espacios de libertad, en donde no era la disquera la que mandaba sino ellos, los músicos. Y su madurez se manifiesta tanto en Rubber Soul (1965) como en Revolver (1966), en piezas como “Nowhere Man”, con una letra compleja, abstracta, que sigue pareciendo rara y hermosa hoy en día; o “Norwegian Wood”, en la que George Harrison introduce la sitar, por mencionar sólo un par de casos.
Para el crítico musical argentino Diego Fischerman, los Beatles fueron un fenómeno anfibio. Explica que esto se debió en gran parte al “espíritu de época imperante” —-un espíritu de época en buena medida modelado por ellos-- y, en parte, también, “por la tensión con sus propios orígenes culturales y sus limitaciones técnicas”. Sigue: “Al mismo tiempo que conquistaban una popularidad y un nivel de influencia en la vida social gigantescos, experimentaban musicalmente. Mientras sus canciones seguían bailándose, pasándose por la radio y vendiendo millones de unidades, desarrollaban un nivel de sutileza y detallismo en la composición totalmente inéditos en la música pop”.
Y el Sargento Pimienta venia en camino. Un aviso de la frecuencia en que andaban apareció el 13 de febrero de 1967 con un sencillo que no tenía nada de sencillo, porque de un lado traía “Strawberry Fields Forever” y del otro “Penny Lane”, como asomos contrapuestos a la infancia por parte de John Lennon y Paul McCartney. Ahí se podía ver quiénes eran entonces los cambiantes Beatles, siempre un paso delante de los otros grupos, aunque esas canciones no aparecerían finalmente en el acetato en el que empezaban a trabajar, y que les llevó cuatro meses y costó en la hechura casi 50 mil libras, contra las 13 horas continuas de grabación y un costo de apenas 400 libras de Please Please Me (1963), su primer elepé.
Uno de los pocos que extrañaba las giras y los conciertos masivos era Paul McCartney, encantado siempre de figurar. Se le ocurrió, entonces, que si no iban a hacer presentaciones públicas habría modo de realizarlas imaginariamente; y pensó en un grupo, la Banda del Club de los Corazones Solitarios del Sargento Pimienta, y en un una rúbrica a propósito que funcionara como hilo conductor (o leitmotiv) del disco. El concierto, diríamos ahora, sería virtual. Por ahí también surgió su idea de un viaje “mágico y misterioso”, que sería el proyecto siguiente.
La costumbre era que los discos fueran meras colecciones de canciones. Por los Beatles, el álbum empezó a desplazar a los sencillos (con dos tracks) o extendidos (o EP’s, de cuatro canciones), más baratos y más populares. Con el Sargento Pimienta, el valor estimativo del long play crecerá, porque no era ya sólo una acumulación de piezas sino que había un concepto, éste de la gira imaginaria, que todo lo ataba.
Variaron también su forma de grabar. En los descansos de los viajes habían ido adentrándose poco a poco en los procesos del estudio, y ya para 1967 tenían dominadas las consolas, e incluso no era necesario que todos tuvieran que estar al mismo tiempo en la cabina: se trabajaba la pista de un instrumento, se montaba la otra, cada cual desarrollaba una idea y luego pedía apoyo de los otros, “siempre ansiosos por atravesar fronteras, por averiguar qué sucedía si tocaban ese instrumento en aquel cuarto con la cinta al revés y sin hacer caso de todas las ideas preconcebidas” (John Robertson) … Eran cuatro individualidades en un ejercicio común, aunque el que menos disfrutó el laboratorio fue Ringo Starr, por lo regular poco creativo en solitario (mas uno de los mejores bateristas del rock); y el que concentraba e interpretaba técnicamente las ideas era el productor, George Martin.
Con intensas jornadas en el estudio y largas noches de juerga en el alocado Londres, así se fue cocinando el Sargento Pimienta. En paralelo, con similares rutinas pero en el estudio de grabación contiguo, preparaba Pink Floyd su disco debut en tono naturalmente psicodélico, The Piper at the Gates of Dawn, que incluso comparte con el Sargento Pimienta algunos ruidos incidentales, proporcionados por el ingeniero de sonido Norman Smith, que venía de trabajar con los Beatles y fungió como productor de Pink Floyd. Considérense ambas grabaciones, en tal caso, dos joyas del año 67, y cuyos complementos naturales (también cuarentones y poderosos, con su dosis de viagra que son la remasterización, la digitalización y lo que venga) serían acaso Their Satanic Majesties Request, de los Rolling Stones (pero no es su mejor disco) y Are you Experienced?, de The Jimi Hendrix Experience… Este último guitarrista, por cierto, interpretó la rúbrica del Sargento en vivo días después del lanzamiento del álbum, como primer tributo al octavo elepé del cuarteto de Liverpool.
La excepcionalidad de esos otros títulos no resta nada al Sargento Pimienta, que se ubica precisamente en el centro de ese laberinto. Impactaba el disco desde que lo tenía el comprador entre las manos, por la cubierta diseñada por el artista pop Peter Blake en la que se veían sesenta y dos rostros (según cuentas de Peter Brown y Steven Gaines), fruto de una sesión fotográfica que se llevó a cabo el 30 de marzo de 1967… aunque no fue, esa jornada, como la que aparece en el video del sencillo “Free as a Bird” (con las celebridades yendo de aquí para allá), pues las únicas figuras vivientes eran John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr, y las personalidades (Mae West, Lenny Bruce, Edgar Allan Poe, Bob Dylan, Oscar Wilde o Gandhi, entre muchos otros), estaban ahí en inmutables ampliaciones fotográficas; había también representaciones en cera de los primeros Beatles.
Una novedad fue la inclusión de las letras en la contratapa; otra es que pese a no ser álbum doble se abría como cuaderno. En la funda, se encontraba un cartón ilustrado recortable con un retrato del mismísimo Sargento Pimienta, los cuatro miembros de su banda perfectamente uniformados, un par de insignias, un bigote y dos estampas circulares más.
Es decir, podía uno entretenerse un rato antes de colocar el acetato en la tornamesa, que era el momento en que los sentidos comenzaban a ampliarse. Ese instante de la primera lectura de obras definitivas, el primer vistazo a una cinta clásica o la vez primera que se escucha un gran disco, es inigualable. Lo que sigue, entonces, es ir conociendo esa creación, habitar temporadas en ella y familiarizarse con el entorno para comprobar su resistencia, percepciones que acaso se sostienen por el asombro inicial, que se aleja. Aunque para Gustave Flaubert el buen lector es un re-lector; y el Sargento Pimienta es uno de esos discos que cada vez que se escuchan parece como si se tratara del primer encuentro, sí, pero con algo ya conocido y disfrutado.
La aguja está en el surco. ¿Qué se escucha? Murmullos en la sala de conciertos, los músicos afinan… y arranca la rúbrica: “It was twenty years ago today/ Sgt. Pepper taught the band to play…” Veinte años atrás, sí, cuando el fin de la Segunda Guerra Mundial, que fue el escenario bélico en que se desarrolló la infancia de todos ellos. Sigue “With a Little Help from my Friends”, canción de Lennon & McCartney compuesta para que fuera cantada por Ringo (en su papel de Billy Shears), y que es un comienzo amable que antecede a la discutida y celebrada “Lucy in the Sky with Diamonds”, de Lennon, deslumbrante viaje lisérgico en árboles de mandarina y cielos de mermelada… aunque Lennon asegurara que las iniciales del LSD no fueron puestas a propósito, y que la canción nació de un dibujo de Julian, su hijo, en el que aparecía Lucy en un cielo de diamantes, y no de una intoxicación alucinatoria, por cierto usuales en aquel año… como la que tuvo en plenas grabaciones, cuando fue llevado por George Martin a la azotea para que se refrescara, sin saber que en esas condiciones era riesgoso exponer al Beatle a las alturas, pues era capaz de hacer cualquier tontería.
Viene luego un suave combo macartniano con “Getting Better”, “Fixing a Hole” y “She’s Leaving Home”; y, para cerrar el lado A, “Being for the Benefit of Mr. Kite”, definitivamente con la firma de Lennon, y que es la lectura en verso del cartel de un circo.
Los equilibrios, así, se marcan por los riesgos que corre John Lennon (al que le gustaban los disparates literarios ingeniosos al estilo Lewis Carroll y la locura musical) y los suaves apoyos melódicos de Paul McCartney… Al cambiar de lado, se muestran la sitar y el hinduismo militante de George Harrison con “Within You Without You”, la única pieza de su autoría que logró colar al Sargento Pimienta… que se atempera con otro adorable par de McCartney integrado por “When I´m Sixty-Four” y “Lovely Rita”, y el freno intempestivo de Lennon con “Good morning, good morning”, a partir ya no de un cartel de circo sino de un comercial de cereales y en donde se escucha un coro zoológico (acaso debido al Pet Sounds de The Beach Boys, editado en 1966) que parece anticipar al Animals (1977) de Pink Floyd.
La rúbrica de la Banda del Club de los Corazones Solitarios cierra aparentemente el álbum, para dar la impresión de circularidad; cierra lo anterior y abre el camino, con acordes de guitarra in crescendo, para “A Day in the Life”, octava maravilla, “el mejor esfuerzo de colaboración entre Lennon y McCartney” (John Robertson dixit), uno de esos momentos en que se comprende por qué José Agustín insiste en considerar al rock como la nueva música clásica. De dos canciones incompletas nace esta pieza maestra, con la dupla de compositores llevando, cada cual en su parte, la voz cantante. Los equilibrios, de nuevo, se cumplen con dos actitudes quizá opuestas pero a la vez complementarias; están fundidos ahí por un lado el vanguardismo de McCartney más cercano al de Stockhausen; y por otro el de Lennon, al de John Cage, como apunta Diego Fischerman… lectura ésta de vanguardia que se comprueba al escuchar el extra que viene después de “A Day in The Life”: un parloteo inentendible que se corta (o cortaba) con el brusco elevarse de la palanca en la tornamesa, y que provoca (o provocaba) un álgido desconcierto.
Antes de esto, la frase final de “A Day in The Life” causó entonces inquietudes múltiples, al grado de que la canción fue prohibida en la radio: “I’d love to turn you on”, es decir: “Me encantaría excitarte”.
Así, con esa expresión clara del deseo, la banda se despide.

Noviembre 2007

Sunday, January 06, 2008

Con una pequeña ayuda de sus amigos

Pese a que se le considera una figura menor, ha sobrevivido a varias guerras musicales y sigue ahí.
En el 2007 editó Photograph: The Very Best of Ringo, y este año lanzará un nuevo álbum: Liverpool 8, que aparecerá además de la forma ahora tradicional (CD) como pulsera de memoria USB, y será presentado el 12 de enero en un concierto en la ciudad de los Beatles, en la apertura el puerto inglés como capital cultural europea del 2008.
Es Richard Starkey un hombre con suerte. La tuvo al ser llamado a integrarse a los Beatles cuando éstos se preparaban para grabar su primer elepé, dado que el productor de EMI, George Martin, les aconsejó que se deshicieran de Pete Best, el baterista, que no estaba a la altura de ellos, o que lo conservaran sólo para las actuaciones en vivo. Para agosto de 1962 Best ya era parte del pasado. Cuentan Peter Brown y Steven Gaines, en su biografía del cuarteto, que Brian Epstein intentó consolar diplomáticamente a Best ofreciéndole construir otro grupo en torno suyo, pero fue inútil. “Pete estaba hastiado de ellos. Ya tenía reservado su sitio en la historia como el más infortunado de todos los que habrían podido ser algo. En los veinticuatro meses subsiguientes, los Beatles totalizarían cuarenta millones de dólares. Pete Best se hizo panadero, ganando ocho libras semanales, y se casó con una joven llamada Kathy, que trabajaba en un mostrador de Woolworth vendiendo bizcochos.”
Si se usara la misma fórmula cruel que los autores aplican a Best, pero a la inversa, se diría que Ringo Starr tuvo reservado un lugar en la historia como el más afortunado de todos los que habrían podido no ser nada.
Apuntan incluso los mismos Brown y Gaines que a los veintidós años, cuando se le invitó a sumarse a los Beatles, “Ringo Starr era inverosímil como candidato a participar como personaje en el pequeño papel más importante que se hubiera escrito jamás”.
Mas a comienzos de los años sesenta era el mejor baterista de Liverpool, y estaba en la mejor agrupación de finales de los cincuenta y principios de los sesenta: Rory Storm & The Hurricans. De viaje con ellos en Hamburgo se había encontrado con los Beatles, y su modo simple de ser agradó a John Lennon, Paul McCartney y George Harrison. Fue éste quien lo buscó para invitarlo a integrarse a los Beatles. “Al principio estaría a sueldo, veinticinco libras semanales, durante un periodo de prueba”, cuentan Brown y Gaines. “Después, si todo andaba bien, se le haría miembro del grupo con todas las de la ley. De inmediato se cortó el cabello igual que ellos.”
Y la suerte siguió estando con él. En los filmes de los Beatles, por ejemplo, suele llevar el papel central que no tiene en los álbumes. Destaca su paseo por el río en La noche de un día difícil (1964); la trama de Help! (1965) gira en torno a su costumbre de usar anillos (por lo que adoptó el apodo de Ringo); y abre otro paseo suyo, éste por Liverpool, las aventuras de la cinta animada Submarino amarillo (1968).
Ante la feroz dupla creativa de Lennon y McCartney, y el misticismo ecléctico de Harrison, la personalidad de Ringo parece deslucir, y hay quien ríe cuando se le califica como figura fundamental del grupo. Acaso era un catalizador, y el buen humor de los discos de los Beatles podría tener una de sus fuentes principales en este tipo “bajo, flaco y modesto, con semblante rústico y tristes ojos azules”, como lo describen Brown y Gaines, por el que en los tempranos años sesenta pocos apostaban.
Tuvo suerte. La sigue teniendo. Quizá porque encarna algo que en esa década fue también central, y que ahora mucho se necesita: la buena onda.
Ringo es eso: un tipo buena onda, un hombre con estrella.

Enero 2008

Saturday, December 09, 2006

La misa Lennon

Poco le falta Manuel Guerrero, el más frecuente orador en los conciertos de tributo a los Beatles (y una de las voces del programa radiofónico diario), cerrar sus intervenciones, que son puentes entre canción y canción, con un “amén” religioso, cuando fija él las fechas de conmemoración (que siempre hay, pues todo es cronologías) o cita una célebre frase de alguno de los miembros del Cuarteto de Liverpool. Los espacios comunes de gusto e interés por una música y una época, zona de aprecio y reflexión, se pierden en las solemnidades y los corsets casi municipales que impone este gurú surgido no de la clase obrera sino del “premio de los 64 mil pesos”, repetidor de datos y anécdotas con los que por desgracia no puede armar, con las armas de la razón, un discurso lógico-expositivo, pero que certifica semana a semana, cual empleado de Apple, a quienes interpretan en México la música de los escarabajos, con piezas líricas que intentan afianzar su templo Beatle.
En ese carril de muy baja velocidad arrancó la ceremonia conmemorativa por los 26 años de la desaparición física (asesinato vil) de John Lennon en el Metropólitan, con una novedad en el programa: la primera visita a México de Tony Sheridan, con quien los Bealtes trabajaron como grupo de acompañamiento (como The Beat Brothers) grabando para un sencillo “My Bonnie” y “The Saints” con Polydor Records en Hamburgo, esto en abril de 1961, hace más de cuatro décadas.
—Miren, muchachos —instruía una madre de temperamento joven a sus hijos en un vagón del metro a la medianoche, a la salida del concierto—, les voy a explicar por qué es importante Tony Sheridan: de no haber sido por él los Beatles no hubieran surgido, porque unas chicas quinceañeras, como tú —señaló a la hija—, fueron en Liverpool a la tienda de muebles y discos de Brian Epstein, que era como un Mixup pero de la época, y le pidieron “My Bonnie” y le hablaron de los Beatles, que tocaban en la Caverna, y él consiguió los discos alemanes que se vendieron muy bien y los fue a ver a ese club de la Caverna y ahí comenzó todo porque les propuso representarlos. Por eso, muchachos, es importante Tony Sheridan.
Mejor explicación, imposible, como diría Jack Nicholson.
Antes de este cerrojo maternal, hacia las 20 horas, los alrededores del teatro lucían su perfil previo a un espectáculo, con filas no muy largas y vendedores de recuerdos tan piratas como los que se vendieron adentro, porque en este caso todo es de manufactura mexicana y sin los permisos correspondientes: hay una gran fábrica de productos de los Cuatro Fabulosos que debe ser rentable, e incluye playeras, chamarras, sudaderas, bufandas, encendedores, baberitos para bebé, ceniceros, tazas…
El lugar no se colmó, porque se cobró a precio de artistas originales, aunque iniciaran Morsa y la orquesta Liverpool Ensamble y a Tony Sheridan, que fuera de su coincidencia Beatle no logró hacer nada más, se le dejara como plato fuerte. Tampoco habría podido repetir Manuel Guerrero aquello que dijo Lennon en la Gala Real, de que los de los asientos altos aplaudieran y los de los asientos bajos sacudieran sus joyas porque Fox dejó a unos y otros en la misma crisis, pero siempre arriba hay mayores entusiasmos.
Agradézcase la puntualidad inglesa y rechácesense los ajustes sonoros: o faltó ingeniero de sonido o el que ejercía como tal era sordo de los dos oídos. Con estruendo, Morsa y el Liverpool Ensamble hicieron un recorrido por el repertorio Lennon, desde “Please Please Me” hasta “(Just Like) Starting Over” que pudo haber estado mejor si se hubieran atendido los decibeles, porque los intérpretes actuaron con decoro y se arriesgaron, incluso, con canciones como “A Day in the Life” que los Bealtes sólo tocaron en el estudio. El objetivo de esos grupos, ya se sabe, es hacer que las canciones originales suenen de modo similar al del disco. No más. Y estos fueron muy cumplidores.
Entre una cosa y la otra, un camarógrafo andaba rondando por las butacas y cada que veía a alguien entusiasmado, se acercaba a él y le encendía tremendo lamparazo, golpe seco del que pocos salieron bien librados.
Al tributo ritual, que se cumple en México semana a semana, siguió Tony Sheridan, que andaba en su orbe post-sesentero, con Beatles o sin ellos, de buen humor, y que recorrió de una manera desenfadada, sin misal ni rosario, algunas piezas emblemáticas de los años sesenta de Johnny Cash, Jerry Lee Lewis o Carole King, incluidas “Yesterday”, sin ortodoxias, “My Bonnie” y “Ya ya”.
Estuvo Tony Sheridan en el escenario (con jeans, playera blanca y chaleco negro) más de una hora y media, se divirtió con sus variaciones a temas clásicos, y cerró con “La bamba”, porque le pareció una manera de terminar muy mexicana. Los del Manhattan Show que lo acompañaron (pues él viajó sólo, y cobró algo así como 80 mil pesos por su actuación), dieron la sorpresa como excelentes ejecutantes.
La misa Lennon se desmelenó, pues, con los fluidos musicales de Tony Sheridan. Amén.

Thursday, November 23, 2006

No ocho días a la semana...

No ocho días a la semana sino tres al año, en la agreste zona norte de la Ciudad de México, a dos cuadras de la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe, se instala entre noviembre y diciembre un curioso festival que tiene muy poco que ver con los afanes religiosos aunque remite a un tipo especial de creencia: la de los adoradores de John, George, Paul y Ringo, el cuarteto de Liverpool, sean Beatles (allá) o Bicles (acá), y reencarnen, según los carteles, en los Simpson o Mafalda y amigos.
De viernes a domingo, la tribu de los escarabajos se concentra entre los esqueletos de un Macrovideocentro arcaico, el estacionamiento de un banco antes muy vital y un Castillo Mágico que es iglesia para los adoradores de las “maquinitas” o videojuegos.
Llegan ahí, no ocho días a la semana sino tres al año, los vendedores de memorabilia (playeras, juguetes, postales, playeras, chamarras, tazas, ceniceros...), cd’s, vcd’s, dvd’s clonados y originales, vhs, todavía, y todo aquello que uno podría imaginar relacionado con unos músicos surgidos de la clase obrera de una ciudad del norte de Inglaterra, y que vivieron su época de oro de 1963 a 1970 con una fiebre peculiar llamada “beatlemanía”... fiebre que se pensaba temporal y se ha prolongado, de manera inverosímil, hasta el final de un siglo y el arranque del otro y, como la pila, sigue y sigue.
Basta asomarse a la carpa del fondo, en el Beatles Fest guadalupano, para presenciar algo que parece remedo de lo que ocurría en la Caverna: el grupo en el escenario con sus love me do’s y please please me’s, en disfraces de los primeros Beatles, y las chicas gritando y jalándose los cabellos, una histeria que era historia pero que se actualiza cada vez que una de estas formaciones de tributo rasguea guitarras y ejerce el canto, con un Ringo rechoncho o calvo dándole a la batería.
Al que llegue de lejos, y descrea de esa religión de escarabajos no kafkianos, le parecerá acaso grotesca la escena, pero el que está ahí, y es fiel fanático de los Fabulosos, se sentirá acompañado en un delirio y tendrá sus cinco o seis o siete sentidos metidos en el tarareo compartido, con unos que no se saben la letra y la convierten en código morse u otros que pronuncian raro porque no saben inglés pero si saben que aman esas melodías, que son parte de un pasado.
El amor beatle no transita, y sí, por el intelecto. Se les quiere, sobre todo, porque hay algo ahí que rechaza explicaciones lógicas, un espíritu, que no es sólo la psicodelia ni la contracultura, aunque lo incluye, sino un espacio sentimental a la vez definible e indefinible, sujeto a razonamientos pero también irracional.
¿Cómo entender, si no, a esa pareja que en un frío salón, en lo que fuera acaso cafetería, narra con emoción su acceso al paraíso, la vez que Paul McCartney, en uno de sus conciertos del Palacio de los Deportes, la llamó a ella para que subiera al escenario y la dama, solidaria con el marido, le cedió su lugar pero al fin ambos fueron llevados junto al Beatle y le dio ella un beso en la mejilla y cantó él unas estrofas con Maka como si fuera Lennon, perfilados ambos en torno al micrófono? ¿Qué despierta esa anécdota contada en viva voz por sus protagonistas?
Y qué ganas, también, de escucharlo todo, de atender a cada uno de los grupos que se presentaron, no ocho días a la semana sino tres al año, que se visten a veces como el cuarteto y otras no, consiguen las marcas de instrumentos originales, el bajo que usaba Paul, las guitarras de Harrison o Lennon, la batería de Ringo, o el anillo de Ringo, un amplificador igualito al que llevaron a la gira de los Estados Unidos en 64...
Estuvieron, entre otros, Helter Skelter, Ecipse, Rubber Soul, Rocka, Antología, Sí, Bemol, Revolver, Metana, Broken Wings (de Puebla), Beatboys, Blue Meanies, Yesterday, Get Back, Última Toma (Tampico), Back Beat y Morsa, entre otros, de un nivel bastante bueno. Hubo también conferencias sobre los covers, es decir las canciones conocidas que los Beatles popularizaron, o las visitas de Paul a México (con la pareja de iluminados), Estados Unidos contra Lennon, la historia de la Caverna de Liverpool y la premier, a cargo de Manuel Guerrero, el domingo, del disco Love, que a algunos les sonó más a George Martin que a los Beatles, pero que está, aún, por lo temprano de su salida, a la espera de una revión detallada.
Se le concede, pues, el beneficio de la duda porque lo que necesita uno siempre, de más está decirlo, es amor, sí, pero uno amor inteligente, sujeto a los valores de riqueza musical que son la base del apego Beatle.
Es ridículo, tal vez, que en un lugar del norte de la Ciudad de México, muy cerca de la Basílica, en el esqueleto de lo que alguna vez fue eso que se llamó, a finales del siglo XX, Macrovideocentro, se haya armado tanto alboroto en torno a cuatro que nunca pudieron presentarse en México juntos, aunque hubo arreglos y fecha y el gobierno revolucionario de los años sesenta, dictadura imperfecta, ejerció presión para cancelar el concierto... Es ridículo, sí, pero también sublime, entendible, lógico: los Beatles son ya parte de una cultura que se desentiende de las estrategias mercadológicas e implica el reconocimiento de uno mismo, un pasado de gloria visto sin nostalgias, con un pie en la eternidad y otro en el ayer.
Vístese uno con su chamarra que dice “Imagine”, colócase su gorrita del Submarino Amarillo, busca el mismo que los tenis Lennon de Converse parezcan menos viejos o usados de lo que están, y compra, siempre ese sujeto imaginario, sus versiones alternas del Álbum Blanco, o el par de conciertos del Hollywood Bowl y la colección de discos navideños, que enviaban John, George, Paul y Ringo a sus fans oficiales cada año... Y algo, algo en el aire se mueve.
Soplan, guadalupanos, los vientos de los cuatro fabulosos, héroes de la clase trabajadora, escarabajos no kafkianos.
La beatlemanía, como dicen en la radio, es universal pero también muy mexicana, anomalía melódica que podría explicarse pero no tiene, a la vez, explicación integral.

Monday, December 05, 2005

Héroe de la clase trabajadora


Se trata de una rara locura mexicana. Quizá se manifieste en varios países pero tal vez no con la intensidad y constancia que se da entre nosotros. Fue extraña, por ejemplo, la reunión de fieles beatlémanos en una tienda de discos de la Zona Rosa el 9 de octubre pasado para celebrar el cumpleaños 65 de John Lennon: hubo pastel y grupo de tributo (uno de los tantos que circulan por la República), en el lanzamiento de la antología Working Class Hero. Fue inverosímil, además, asistir este fin de semana a uno más de los festivales en torno al Cuarteto de Liverpool que se realizan, siempre a principios de diciembre y desde hace once años (a iniciativa de Ricardo Calderón, del club Seguimos Juntos), en un espacio cercano a La Villa de Guadalupe, con grupos de disfrazados coveristas, conferencias y venta de discos, películas, playeras, chamarras, calcetines, carteles y toda la memorabilia que pueda imaginarse. Este jueves próximo, a un cuarto de siglo del asesinato de Lennon, habrá sin duda conmemoraciones en distintas ciudades, a la espera o con la llegada del dvd de la cinta documental Imagine (Andrew Solt, 1988). Y se escucharán de lunes a viernes, como ha venido ocurriendo desde tiempos inmemoriales, dos horas de música beatle (a las ocho de la mañana y a las 13 horas) en la radio de frecuencia modulada.
¿Por qué la beatlemanía persiste en México? Cuenta el mito que el 28 de agosto de 1965, en pleno diazordacismo, los Beatles (o los Beaceps, como les llama José Agustín en De perfil) pudieron haberse presentado en el estadio de la Ciudad Deportiva, hoy conocido como el Estadio Azul... pero las autoridades temieron que su presencia provocara alborotos y cancelaron el concierto. Es decir: nunca se les escuchó en vivo, los discos y las películas llegaban con gran retraso, ¿qué los hace tan entrañables? En un texto de diciembre de 1980 (incluido en Crines: otras lecturas de rock, 1994), propone Héctor Manjarrez lo siguiente: en los años sesenta los Beatles fueron el grupo que mejor expresó a un mayor número de gente; siempre respondieron en el momento preciso a lo que sentían sus coetáneos, e incluso muchas veces se anticiparon. Lo que se vive hoy es eco de esa época, pero además las composiciones de George Harrison, John Lennon y Paul McCartney, sobre todo (sin menospreciar a Ringo), han desarrollado sus propias raíces. Ciertas piezas de los Beatles (sigo a Manjarrez) pueden resonar a nuestros oídos como los lieder de Schubert y Schumann a los oídos del siglo XIX: música popular con toda la armonía, toda la nostalgia y todo el deseo de su tiempo.
En el prólogo a la nueva edición de la biografía oficial, asombra a Hunter Davis la permanencia del fenómeno. Escribe: “Quizá lo más sorprendente de los Beatles a lo largo de las últimas décadas sea el hecho de que cuanto más nos alejamos de ellos, más grandes resultan”. En busca de explicaciones, se detiene en siete aspectos. Los tres primeros son la influencia musical, política y comercial: el reconocimiento de los nuevos grupos a los aportes de los Beatles, su posible influencia en cambios sociales (por ejemplo, hay la idea de que ayudaron al colapso de la Unión Soviética) y las ventas actuales de sus discos (el recopilatorio 1 vendió 21,6 millones de copias). Luego está su presencia académica (los Beatles como asignatura escolar), la industria que sigue apoyándose en ellos (los festivales, el turismo en Londres y Liverpool, las disqueras independientes que ofrecen versiones alternas de sus álbumes, los grupos de tributo y los fabricantes de memorabilia), y la presencia de objetos relacionados con el cuarteto en subastas de todo el mundo: en 1999 la letra manuscrita de “I am the Walrus” se vendió por ochenta mil libras.
El último punto es el de la bibliografía beatle, ya muy amplia y en franco proceso expansivo: el especialista Mark Lewisohn (autor, entre otros títulos, de The Complete Beatles Recording Sessions: The Official Story of the Abbey Road Years 1962-1970) prepara, para el siguiente lustro, una amplia historia beatle en cuatro o cinco tomos. En español aparecieron este 2005 la biografía de Hunter Davis (Ediciones B) y Lennon recuerda (Aguilar), de James S. Wenner, con las entrevistas completas de 1970 a la revista Rolling Stone, todavía al calor de la ruptura, mismas que generaron un diálogo ríspido con McCartney. Éste respondió primero en Melody Maker y luego en el disco Ram (1971), con la canción de apertura “Too Many People”, en donde le decía a John que sólo era un chico tonto que destruía sus oportunidades. Lennon reaccionó con “How do you Sleep?” (“¿Cómo puedes dormir?”) y “Crippled Inside” (“Lisiado por dentro”), de Imagine (1971), y a la portada del disco de McCartney (con éste sosteniendo los cuernos de un carnero) opuso una postal inserta en el elepé con Lennon tomando por las orejas a un cerdo...
La historia beatle es un asunto al que se va y se viene. Los fanáticos de entonces y de ahora comparten varios traumas: el de la separación es uno, con la posibilidad en los años setenta de que se reunieran de nuevo (hubo la mediación, incluso, de la Organización de las Naciones Unidas); y otro trauma es el del asesinato de John Lennon, el 8 de diciembre de 1980 frente al edificio Dakota en Manhattan, veinticinco años atrás.
Desfase o anacronismo, locura mexicana o universal, el cuento y la música beatle siguen siendo poderosos. Y aunque el sueño terminó, como sentenció Lennon en “God”, el sueño extrañamente continúa.