Thursday, November 23, 2006

No ocho días a la semana...

No ocho días a la semana sino tres al año, en la agreste zona norte de la Ciudad de México, a dos cuadras de la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe, se instala entre noviembre y diciembre un curioso festival que tiene muy poco que ver con los afanes religiosos aunque remite a un tipo especial de creencia: la de los adoradores de John, George, Paul y Ringo, el cuarteto de Liverpool, sean Beatles (allá) o Bicles (acá), y reencarnen, según los carteles, en los Simpson o Mafalda y amigos.
De viernes a domingo, la tribu de los escarabajos se concentra entre los esqueletos de un Macrovideocentro arcaico, el estacionamiento de un banco antes muy vital y un Castillo Mágico que es iglesia para los adoradores de las “maquinitas” o videojuegos.
Llegan ahí, no ocho días a la semana sino tres al año, los vendedores de memorabilia (playeras, juguetes, postales, playeras, chamarras, tazas, ceniceros...), cd’s, vcd’s, dvd’s clonados y originales, vhs, todavía, y todo aquello que uno podría imaginar relacionado con unos músicos surgidos de la clase obrera de una ciudad del norte de Inglaterra, y que vivieron su época de oro de 1963 a 1970 con una fiebre peculiar llamada “beatlemanía”... fiebre que se pensaba temporal y se ha prolongado, de manera inverosímil, hasta el final de un siglo y el arranque del otro y, como la pila, sigue y sigue.
Basta asomarse a la carpa del fondo, en el Beatles Fest guadalupano, para presenciar algo que parece remedo de lo que ocurría en la Caverna: el grupo en el escenario con sus love me do’s y please please me’s, en disfraces de los primeros Beatles, y las chicas gritando y jalándose los cabellos, una histeria que era historia pero que se actualiza cada vez que una de estas formaciones de tributo rasguea guitarras y ejerce el canto, con un Ringo rechoncho o calvo dándole a la batería.
Al que llegue de lejos, y descrea de esa religión de escarabajos no kafkianos, le parecerá acaso grotesca la escena, pero el que está ahí, y es fiel fanático de los Fabulosos, se sentirá acompañado en un delirio y tendrá sus cinco o seis o siete sentidos metidos en el tarareo compartido, con unos que no se saben la letra y la convierten en código morse u otros que pronuncian raro porque no saben inglés pero si saben que aman esas melodías, que son parte de un pasado.
El amor beatle no transita, y sí, por el intelecto. Se les quiere, sobre todo, porque hay algo ahí que rechaza explicaciones lógicas, un espíritu, que no es sólo la psicodelia ni la contracultura, aunque lo incluye, sino un espacio sentimental a la vez definible e indefinible, sujeto a razonamientos pero también irracional.
¿Cómo entender, si no, a esa pareja que en un frío salón, en lo que fuera acaso cafetería, narra con emoción su acceso al paraíso, la vez que Paul McCartney, en uno de sus conciertos del Palacio de los Deportes, la llamó a ella para que subiera al escenario y la dama, solidaria con el marido, le cedió su lugar pero al fin ambos fueron llevados junto al Beatle y le dio ella un beso en la mejilla y cantó él unas estrofas con Maka como si fuera Lennon, perfilados ambos en torno al micrófono? ¿Qué despierta esa anécdota contada en viva voz por sus protagonistas?
Y qué ganas, también, de escucharlo todo, de atender a cada uno de los grupos que se presentaron, no ocho días a la semana sino tres al año, que se visten a veces como el cuarteto y otras no, consiguen las marcas de instrumentos originales, el bajo que usaba Paul, las guitarras de Harrison o Lennon, la batería de Ringo, o el anillo de Ringo, un amplificador igualito al que llevaron a la gira de los Estados Unidos en 64...
Estuvieron, entre otros, Helter Skelter, Ecipse, Rubber Soul, Rocka, Antología, Sí, Bemol, Revolver, Metana, Broken Wings (de Puebla), Beatboys, Blue Meanies, Yesterday, Get Back, Última Toma (Tampico), Back Beat y Morsa, entre otros, de un nivel bastante bueno. Hubo también conferencias sobre los covers, es decir las canciones conocidas que los Beatles popularizaron, o las visitas de Paul a México (con la pareja de iluminados), Estados Unidos contra Lennon, la historia de la Caverna de Liverpool y la premier, a cargo de Manuel Guerrero, el domingo, del disco Love, que a algunos les sonó más a George Martin que a los Beatles, pero que está, aún, por lo temprano de su salida, a la espera de una revión detallada.
Se le concede, pues, el beneficio de la duda porque lo que necesita uno siempre, de más está decirlo, es amor, sí, pero uno amor inteligente, sujeto a los valores de riqueza musical que son la base del apego Beatle.
Es ridículo, tal vez, que en un lugar del norte de la Ciudad de México, muy cerca de la Basílica, en el esqueleto de lo que alguna vez fue eso que se llamó, a finales del siglo XX, Macrovideocentro, se haya armado tanto alboroto en torno a cuatro que nunca pudieron presentarse en México juntos, aunque hubo arreglos y fecha y el gobierno revolucionario de los años sesenta, dictadura imperfecta, ejerció presión para cancelar el concierto... Es ridículo, sí, pero también sublime, entendible, lógico: los Beatles son ya parte de una cultura que se desentiende de las estrategias mercadológicas e implica el reconocimiento de uno mismo, un pasado de gloria visto sin nostalgias, con un pie en la eternidad y otro en el ayer.
Vístese uno con su chamarra que dice “Imagine”, colócase su gorrita del Submarino Amarillo, busca el mismo que los tenis Lennon de Converse parezcan menos viejos o usados de lo que están, y compra, siempre ese sujeto imaginario, sus versiones alternas del Álbum Blanco, o el par de conciertos del Hollywood Bowl y la colección de discos navideños, que enviaban John, George, Paul y Ringo a sus fans oficiales cada año... Y algo, algo en el aire se mueve.
Soplan, guadalupanos, los vientos de los cuatro fabulosos, héroes de la clase trabajadora, escarabajos no kafkianos.
La beatlemanía, como dicen en la radio, es universal pero también muy mexicana, anomalía melódica que podría explicarse pero no tiene, a la vez, explicación integral.