Monday, October 17, 2005

Conformarse vende

Los años sesenta parecen todavía un asunto vivo. Son continuas las referencias a personajes y situaciones de la época, tanto en lo cultural como en lo político. Hay cuentas pendientes, por ejemplo en lo que respecta al 2 de octubre mexicano (pues los culpables de la matanza de Tlatelolco se mantienen sin juicio ni castigo, pese a la promesa en contrario por parte del gobierno panista); y también se revisan día con día los efectos sociales (costumbres, forma de vestir, ética y estética) que pudo haber provocado esa década cambiante. Aún escuchamos a los Beatles, los Rolling Stones y los Doors (y muchas otras agrupaciones musicales); o, en cuanto al pensamiento o la reflexión, se habla de Herbert Marcuse, Allan Watts y Theodore Roszak, centrales por sus exploraciones en lo alternativo o contracultural... Una cinta del 2003 (Los soñadores, de Bernardo Bertolucci) se sitúa en el mayo de París en 1968, ese mismo (por lugar, año y mes) en el que se detiene Carlos Fuentes en Los 68 (Debate, 2005), que rescata un texto (crónica o mosaico de voces) publicado entonces por la editorial Era (París, la revolución de mayo), al que se agregó un ensayo sobre la novelística del checo Milan Kundera (con lo que se cubre indirecta e insuficientemente la “primavera de Praga”) y un fragmento de Los años con Laura Díaz (1999), reseña mínima —y de pobres virtudes literarias— de la matanza de Tlatelolco.
Lo único realmente nuevo de esta “novedad” editorial es un prólogo de seis páginas, en donde Fuentes define a 1968 como “uno de esos años-constelación en los que sin razón inmediatamente explicable coinciden hechos, movimientos y personalidades inesperadas y separadas en el espacio”, y se pregunta qué tanto de lo ocurrido luego puede considerarse como efecto de esos meses de febril cuestionamiento, para dejar la pregunta en el aire. ¿Quién lo sabe? Quizás, dice, sin mayo en París, sin primavera de Praga y sin Tlatelolco en México, las nuevas sendas de la democracia y la crítica social se hubiesen, de todos modos, abierto paso. Esto también habría sucedido, acaso podría agregarse (con esa misma lógica), sin Carlos Fuentes.
En Rebelarse vende: el negocio de la contracultura (Taurus, 2005), un par de investigadores canadienses, Joseph Heath y Andrew Potter, extienden la duda y le dan su vuelta de tuerca (a la derecha): para ellos la influencia de los años sesenta (en el arte y las ideas) no sólo fue cierta al final del siglo XX sino, además, dañina, pues instauró un irresponsable sentido crítico, la peligrosa inconformidad contra lo establecido (que conlleva, cito, ¡“un espectacular descenso de la cordialidad”!). Según estos autores habría que aceptar a la sociedad de masas tal y como es, o procurar acaso algunas reformas, pero no intentar (nunca de los nuncas) cambiarla por completo. Celebran el consumismo, cuyo único pecado sería el satisfacer demasiado a la clase obrera; gustan de la rigidez legal, porque de otro modo se viviría en la anarquía (y además los gobiernos son cada vez menos autoritarios); portarían gustosos uniformes militares o fabriles (y febriles), para ellos una forma de aclarar las jerarquías en una estructura laboral, educativa o represiva; defienden a la publicidad, puesto que el que no muestra no vende, y sin ventas no hay progreso, pero sí consideran conveniente alguna regulación; creen que pobreza y mal gusto van unidos, y que la alta cultura acompaña al bienestar económico y ecuménico...
Hay frases donde se retrata inequívocamente su forma de pensar: “Es necesario algún tipo de control social para mantener un sistema de beneficios mutuos; por eso conviene castigar la desobediencia”; “Si una solución autoritaria consigue crear el nivel de confianza necesario, lo más probable es que todos los bandos la acepten con entusiasmo”; “¿Y qué tienen de malo los yuppies? Aparte de ser lo que son, ¿qué crímenes han cometido?”; “¿Dónde se traza la línea divisoria entre la transgresión y la patología? ¿Cuándo se convierte la ‘filosofía antisistema’ en una enfermedad mental? ¿Cuál es la diferencia entre la conducta antisocial y la oposición a la sociedad de masas? ¿En qué momento lo ‘alternativo’ se transforma en pura demencia?”
¿Pura demencia? La Real Academia explica la palabra “oxímoron” como la “combinación en una misma estructura sintáctica de dos palabras o expresiones de significado opuesto, que originan un nuevo sentido”. Quizá se trate de algo como eso, de un “bestseller oxímoron”; en la portada aparece un rostro del Che Guevara impreso en una tacita de café frío. Si, como proponen, rebelarse vende, el efecto de conformarse parece llevar a los mismos resultados; su perfil anticontracultural, de especialistas críticos en lo alternativo, a la diestra de todo, les permite no obstante apoyarse en los signos de la discusión (como el gancho gráfico del rebelde por excelencia) para atraer a huxleyanos lectores felices, aunque con leves tintes sicodélicos a desteñir.
En Los 68 —que es un libro no original sino hechizo—, confía Carlos Fuentes en que los negocios públicos cambiaron para bien después de los años sesenta, gracias o no al mayo de París, la primavera de Praga o el movimiento estudiantil mexicano (que él reduce a Tlatelolco); en Rebelarse vende, dos investigadores canadienses (¿asquerosamente derechistas?) cuestionan a los cuestionadores de esa década por impulsar una relación hostil entre las sociedades y sus instituciones, y perciben el mito contracultural como un lastre... Las miras son cortas, pero el tema está ahí.

¡Qué se han creído estos macarras!

Una de las dificultades de Rebelarse vende: el negocio de la contracultura (Taurus, 2005), de los canadienses antialternativos Joseph Heath y Andrew Potter, es ajena a los autores y corresponde a la edición mexicana, que obliga al lector a ir una y otra vez al diccionario para poder entender términos de uso común en España, de donde es la traducción original... por desgracia no revisada para que circulara en territorios hispanohablantes distintos, lo que debe ser tomado como una descortesía. ¿Qué será eso de que el gobierno te mande a la “pasma” a casa a “levantarte el alijo”? ¿Qué es llamarle “bofia” a la policía? ¿Cómo es un entorno irremediablemente “hortera”? ¿Quién se reconoce como “estrecho” o “pringado” o “pijo”? ¿Quiénes son los deportistas “cachas”? O, por último, ¿qué es “macarra”?
Según la Real Academia, se califica como macarra a una persona agresiva, achulada; vulgar y de mal gusto; o, de plano, a un rufián. En el libro, uno de los autores refiere su traumática experiencia dentro de la cultura punk, y describe lo que ocurría cuando salía a la calle con su disfraz rebelde: “Las señoras mayores me miraban mal por la calle, los macarras me gritaban burradas al pasar en coche, los vigilantes de seguridad me seguían sin ningún disimulo por todo el supermercado y los testigos de Jehová se empeñaban en darme un ejemplar de su revista”.
Por estas reacciones, el personaje tenía la impresión de estar haciendo algo de veras radical, “de estar poniendo a prueba a la gente, abriéndoles la mente, sacando a las masas de su letargo conformista”; él (no se define en el texto a cuál de los dos investigadores le ocurrió esto) era “el filo de la navaja, el comienzo de una gran revolución, la señal más obvia del inminente derrumbe de la civilización occidental”.
Pronto se daría cuenta de que las cosas no eran de ese modo, vendría el desencanto y se volvería una persona común. Presumió a una amiga de su madre, de pasado hippie, cómo el mundo se alteraba a su paso, y ella le dijo: “Te entiendo muy bien. Cuando yo tenía tu edad me pasaba exactamente lo mismo. La gente nos llamaba ‘hippies asquerosos’, nos echaban del autobús y se negaban a atendernos en los restaurantes. Y ahora, les trae sin cuidado”. En el inocente neo-punk, estas palabras fueron toda una revelación: en ese momento entendió que pronto nada provocaría su vestimenta extravagante, que sería considerado como uno más en el paisaje, un consumidor “raro” pero al fin consumidor... Y se preguntó, con pesadumbre: ¿qué sentido tenía entonces haberse vuelto punk si no lo señalaban los demás? Y se transformó así en algo no tan espectacular pero sí menos estresante, se ubicó en el tranquilizador “término medio”: un adulto equilibrado que respeta las normas beneficiosas para la comunidad y se opone concienzudamente a las que considera injustas.
Tal es el objetivo central de Rebelarse vende: convertir al rebelde en conforme, reconciliarlo con la sociedad y educarlo en el respeto por lo establecido. Hacerle ver que “el desorden es mucho más peligroso para nuestra sociedad que el orden”, y que “habría que dejar de preocuparse por el fascismo” porque a “nuestra sociedad le haría falta tener más normas, no menos” (subrayados de los autores). Ahí está el caso, para no ir muy lejos, de uno de los dos canadienses que firman el libro, que fue punk y pronto se volvió un efectivo, pues no brillante, pensador de derechas, un severo crítico de la contracultura, alguien que prefiere las soluciones sencillas para los problemas sociales concretos, y no los cambios “profundos” o “radicales” que, considera, jamás se podrían aplicar con eficacia.
Nada de lo “alternativo” tiene la aprobación de este par de investigadores canadienses, ¿para qué acudir a ello si hacerlo implica un rechazo de lo institucional que tan bien funciona cuando no se le combate? Entre un médico alópata y un homeópata, preferirán siempre al primero puesto que el “tratamiento alopático se impuso por su éxito espectacular en la prevención y curación de enfermedades”, y lo homeopático queda como un resabio de los tiempos antiguos, de cuando se sabía poco sobre el funcionamiento del cuerpo humano, y preferirlo es rechazar el progreso... aunque aceptan, a regañadientes: “Sin embargo, es cierto que algunas enfermedades quizá se curen con remedios homeopáticos tradicionales”.
La mera exposición de las “ideas” que mueven esta obra lleva a la caricatura, puesto que su método es simple: identificar aquello que tienda a la izquierda, simplificarlo en su descripción y enseguida descalificarlo. Además, su lista de peligrosos “rebeldes contraculturales” llamará a la risa: Oliver Stone y J. R. R. Tolkien, los hermanos Wachowski y Alanis Morissete, Herbert Marcuse y Kurt Cobain, Iván Ilich y Roger Waters, el capitán Kirk de Star Trek y Michel Foucault, Norman Mailer y Michael Moore, Spike Lee y Naomi Klein, Theodore Roszak y el personaje Lester Burnham de Belleza americana, entre otros. Les faltó incluir, quizá, a Julie Andrews, por La novicia rebelde, aunque el título en inglés (The Sound of the Music) no es tan alternativo como el que tuvo en México la película de Robert Wise.
Se dirá, al fin, en el español madrileño en que fue traducido Rebelarse vende: “¡Anda, que se han creído estos macarras! ¡Cómo es que estos tíos se han visto tan estrechos!”

¡Beatlemanía!

No querían viajar a Estados Unidos. Le habían dicho a su representante Brian Epstein que irían a América sólo cuando tuvieran un “número uno” en las listas de popularidad. A Cliff Richard, Adam Faith y otras grandes estrellas de la Gran Bretaña, les había ocurrido que al ir a Norteamérica eran presentadas como figuras secundarias detrás de gente como Frankie Avalon o Fabian, artistas que sólo habían llegado a tener un éxito en su carrera.
Así que para John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr una gira en América podría significar un paso atrás y se resistían. Un paso atrás de varios pasos hacia adelante que habían dado a lo largo de 1963.
El presentador norteamericano Ed Sullivan los encontró en el aeropuerto de Heathrow, de regreso los Beatles de una breve gira por Suecia, y se preguntó por qué armaban tanto alboroto. Se enteró, sin embargo, que dos sencillos del cuarteto (“Please, please me” y “She loves you”, editados por sellos discográficos menores, Vee Jay y Swan) no habían tenido suerte en Estados Unidos. De todos modos, y por no dejar, mostró interés en presentarlos una sola vez en su programa dominical como una curiosidad británica. Ya en negociaciones, a mediados de noviembre Brian Epstein convenció a Sullivan de que fueran dos las actuaciones (el 9 y el 16 de febrero de 1964) y que los anunciara como número principal. Con esto amarrado, el representante de los Beatles logró la promesa de que Discos Capitol prensara en enero el sencillo “I Want To Hold Your Hand” con el apoyo de una campaña publicitaria de 50 mil dólares... Las cartas estaban sobre la mesa, mas era difícil prever cómo funcionarían.
Surgió un naipe imprevisto: el 22 de noviembre, en Dallas, el presidente John F. Kennedy fue asesinado. El pasmo se apoderó de Estados Unidos, país que pasó las Navidades sumido en el luto y que para enero intentaba salir del duro letargo.
El contexto parecía adverso para que los Beatles triunfaran en América. Mas unos días antes de emprender el viaje se enteraron que “Quiero estrechar tu mano” era la canción número uno en la lista de Billboard. Era tiempo de ir por América, había que correr ese riesgo, aunque las probabilidades de fracasar fueran muchas.

***

A principios de febrero de 1964, el camarógrafo Albert Maysles recibió una llamada telefónica de la compañía británica Granada Television: le informaron que el día 7 llegaban los Beatles a Nueva York y estaban interesados en hacer un documental sobre su gira... Albert tapó la bocina y le preguntó a David, su hermano, que colaboraba con él como sonidista:
—¿Sabes quiénes son los Bealtes? ¿Son buenos?
—Sí, son geniales.
Aceptó entonces el trabajo. El viernes 7, hacia las 13 horas, los Beatles arribaron al John F. Kennedy de Nueva York procedentes de Londres; sorpresivamente, el aeropuerto había sido tomado por los fanáticos. Había carteles de bienvenida aquí y allá: “Beatles, los peluqueros están hambrientos”, o “Los quiero mucho, quédense aquí para siempre”. Nunca se había visto nada así. Confesaría, más tarde, George Harrison: “Sí fue una sorpresa para nosotros ese recibimiento. Pensábamos que debíamos esforzarnos para conseguir la fama, y no: ahí estaba”.
El acuerdo era que Albert y David Maysles estarían con los muchachos en todo momento. Su trabajo puede ser visto en el DVD The Beatles: The first U.S. Visit, y en las tomas de ellos que aparecen en el capítulo tres de la Antología.
De viernes a viernes, del 7 al 21 de febrero, la “beatlemanía” se apoderó de Estados Unidos pero a niveles no vistos en Gran Bretaña: el “yeah, yeah” fue elevado a su máxima potencia, multiplicado o quintuplicado.
Para los Beatles un rápido descubrimiento fue la radio, donde repetían a todas horas sus canciones. La frecuencia 1010 de AM, con su locutor Murray Kaufman, conocido como Murray el K, fue llamada durante esos días “la estación de los Beatles”. En la limosina Cadillac, en el camino hacia Manhattan, Paul llevó el receptor portátil en la mano como su juguete nuevo e incluso fingía conversar con las voces de los comerciales: “¿Buscas un cigarrillo que te satisfaga?” “Sí, lo busco.” “¿Uno que te proporcione el placer que buscas al fumar?” “Eso es.” “Hay un cigarrillo que te ofrece lo que buscas: Kent, con su filtro micronite...” Lo que daba pie a otra melodía beatle.
El audífono era una novedad: George se lo colocaba en el oído izquierdo y sentía como si usara un aparato para mejorar la capacidad auditiva. Decía, sonriendo: “Estoy sordo”.
Al entrar a la ciudad, las chicas histéricas se abalanzaron sobre los dos coches y embarraron sus rostros en los cristales. La policía montada tuvo que intervenir para despejar las calles. El hotel Plaza era una fortaleza. Afuera las chicas esperaban ver, por lo menos, a uno de ellos y gritaban histéricas: “¡Queremos a los Beatles, queremos a los Beatles!” Hubo algunas que lograron andar por los pasillos antes de que las descubrieran y las expulsaran. Algún adolescente se presentó en la recepción como amigo de los Beatles, lo que nadie le creyó. En sus habitaciones ellos atendían por televisión la noticia de su llegada en “The Hunkey Brinkley Report”, o presentaban por teléfono canciones de su gusto para Murray el K: “Soy Paul McCartney en WINS 1010, y esto es ‘Pride and Joy’, de Marvin Gaye”.
Las estaciones de esas jornadas son conocidas: el sábado 8 tuvieron una sesión de prensa en el Central Park, a la que no pudo asistir George por estar enfermo de la garganta... Luego, fueron a los ensayos para el programa de Ed Sullivan. En los descansos, entre una y otra actividad, Murray el K (autonombrado el “quinto Beatle”) transmitía desde el hotel Plaza y conversaba con ellos.
El domingo 9 fue el show de Ed Sullivan, con una audiencia récord de 73 millones de televidentes... La serie de cuatro programas con participaciones de los Beatles (9, 16 y 23 de febrero de 1964; 12 de septiembre de 1965) está disponible en DVD, y quienes se arriesguen a ver con atención esas cuatro horas entenderán la excepcionalidad del cuarteto de Liverpool. En el primero de ellos, por ejemplo, el mago Fred Caps presentó sus trucos de baraja o una tonta rutina con un salero; también estuvo el meloso reparto del musical Oliver; o Frank Gorshin con sus imitaciones de figuras del espectáculo (Brando, Lancaster, Hitchcock, Douglas...); además, la robusta cantante cómica Tessie O’Shea; los comediantes Brill y McCall; y los acróbatas Wells & The Four Fays. Para tolerar todo eso había que tomar dos de esas pastillas de Anacin que tanto se anunciaban. Otros patrocinadores fueron las mezclas de Pillsbury para preparar panecillos, pasteles o hotcakes al instante; la crema Aeroshave para una buena afeitada, y la cera para zapatos Griffin.
El momento para la historia fue la presentación de los cuatro, cuando Ed Sullivan con su gesto mortuorio anunció: “Ladies and Gentleman, The Beatles”. Esa noche cantaron “All my loving”, “Till There Was You”, “She Loves You”, “I Saw Her Standing There” y su primer “número uno” estadounidense: “I Want To Hold Your Hand”. Grabaron además otras tres canciones que se transmitirían el día 23.

***

Como era invierno y el mal tiempo seguía, el martes 11 viajaron en tren a Washington para el concierto en el Coliseum, programado a las 20:30 horas. El escenario era una suerte de cuadrilátero; montaron la batería de Ringo en una base circular. Les pidieron que giraran de canción en canción por las cuatro caras del ring, lo que creó complicaciones (como el que la base del baterista se atorara). Dispusieron de 3 bocinas para 8 mil 600 asistentes, es decir un equipo no adecuado. Circula también ahora un DVD (sin autorización de Apple) con imágenes de esa noche; el disco es de calidad mediana en cuanto a imagen y con una edición deficiente ya que interrumpe el concierto con comentarios que muchas veces no vienen al caso. El menú en el Coliseum fue de sólo ocho canciones, poco más de media hora. En “Roll Over Beethoven” George cambió de micrófono... Hubo más gritos que música, una emotividad desbordada. En una manta se leía: “Los queremos mucho, nunca nos dejen”.
Tuvieron en el Carneggie Hall de Manhattan dos actuaciones la tarde del 12 de febrero, sobre las que la bibliografía beatle a la mano no se extiende gran cosa. Luego, el jueves 13, volaron a Miami para el segundo programa de Ed Sullivan, del domingo 16 en el hotel Deauville, en el que la figura coestelar fue la cantante romántica Mitzi Gaynor. El aforo en el auditorio era para 2 mil 600 espectadores pero se vendieron 900 boletos de más, lo que ocasionó una trifulca iniciada por quienes no pudieron entrar.
El martes 18 visitaron a Cassius Clay en su gimnasio de entrenamiento. Luego fueron al cine a ver la película Funn in Acapulco, que tenía a Elvis Presley como protagonista.
Tomaron el avión de regreso a Londres el viernes 21 de febrero por la noche. A las 8:30 de la mañana del sábado 22 estaban de vuelta. Una manta los recibió: “Bienvenidos a casa, chicos”, y había acaso tantos fanáticos como los que los recibieron en el John F. Kennedy dos semanas atrás, esta vez para celebrar al cuarteto que había conquistado América.
A principios de marzo empezarían a filmar, con el director Richard Lester, un largometraje que tenía el título tentativo de Beatlemanía.
El año 1964 iba a ser para ellos de largas noches y días difíciles.

Friday, October 07, 2005

Please Please Me

A principios de 1963, cuatro jóvenes músicos de Liverpool peregrinaban por las carreteras de la Gran Bretaña en una vieja furgoneta padeciendo de todo, “peleándose los asientos y congelándose las pelotas”" (Ringo). Eran los teloneros de Helen Shapiro, Roy Orbison, Chris Montez y Tommy Roe, y aspiraban a estar en la parte alta de los carteles.
A finales de ese mismo año, los integrantes de ese cuarteto de muchachos surgidos de la clase obrera sumaban cuatro “número uno” en las listas de popularidad, dos discos de larga duración (Please, Please Me y With The Beatles), tenían cada cual su piso en Londres y coche propio, se habían presentado, incluso, en la gala real ante la Reina Madre y eran el centro de un fenómeno que la prensa conoció, desde octubre, como “beatlemanía”, y que tenía como principales síntomas una fiebre juvenil (sobre todo en las chicas) acompañada por accesos de gritos y llanto: un alarido permanente. La enfermedad se extendería, muy pronto, a otros países... e incluso cruzaría el Atlántico.
En unos meses, todo cambió para John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Richard Starkey: pasaron rápidamente del anonimato a ser, como luego diría uno de ellos, más populares que Jesucristo.
El Daily Mirror describió así el fenómeno: “Tienes que ser un amargado si no amas a los extravagantes, ruidosos y bien parecidos Beatles. Si ellos no barren todas tus tristezas, hermano, eres un caso perdido. Si no te pones a bailar, hermana, no estás viva. Qué refrescante es ver a estos bulliciosos y jóvenes Beatles cuando toman por sus bufandas a los mayores en los conciertos del Royal Variety y los ponen a ‘beatlear’ como adolescentes. Lo cierto es que gente beatle hay por todas partes. Desde Wapping hasta Windsor, niños desde siete años hasta ancianos de 70. Es grato ver cómo estos chicos de Liverpool nos han cambiado tanto. Son jóvenes y novedosos. Tienen un gran espíritu y están llenos de alegría. ¡Qué cambio hemos tenido!” Y marcaba un antes y un ahora: “Atrás han quedado los quejumbrosos, llenos de autocompasión, llorando con sus cantos de amor que salían de los torturados rincones de sus tibios corazones. Los Beatles son absurdos. Usan el cabello como un trapeador, pero se lo lavan muy bien. Así es su forma de actuar, fresca y joven. No tienen que apoyarse en chistes desteñidos frente a sus competidores. Jóvenes como ellos le están dando un vuelco al mundo del espectáculo y a todo lo nuestro con sus nuevos sonidos y su nueva imagen. ¡Buena suerte, Beatles!”
La beatlemanía estaba ahí. Yeah, yeah, yeah...

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Una de esas noches de 1963, los Beatles tocaban en La Caverna de Liverpool. El encargado del lugar, Bob Wooler, subió al escenario y pidió silencio. Llevaba un telegrama en la diestra. Tomó uno de los micrófonos. “Tengo noticias. 'Please, Please Me' ha llegado al número uno en las listas nacionales”.
Se pensó que era una broma. Luego hubo aplausos y gritos. Las chicas lloraron. Sabían que los Beatles se harían famosos y se irían. Ya no les pertenecerían, nunca más.

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Las voces de los protagonistas están aquí y allá, en los documentales y en los libros, en los discos de entrevistas y en los diarios. Todavía.
Cuenta Paul: “No triunfamos de golpe. Empezamos en los pubs; después pasamos a los concursos de talentos y a los clubes de obreros. Tocamos en los clubes de Hamburgo y después empezamos a actuar en ayuntamientos y centros nocturnos, y luego en salas de baile”.
Con los cuatro viajaban Neil Aspinall como manager de ruta y Mal Evans como chofer y ayudante. Iban, todos, en una furgoneta, puebleando. Por la agencia de Arthur Howes, andaban de gira con actuaciones en los Gaumont y Odéon y otros cines del país. La lista de ciudades recorridas es larga: Wakefield, Carlisle, Peterborough, Mansfield, Conventry, Taunton, Gloucester, Romford, Exeter, Lewisham, Croydon, Shefield...
El ascenso en las listas implicó ciertas incomodidades en los conciertos. De pronto ocurrió que se esperaba que los teloneros fueran el plato fuerte de la función. En marzo, acompañando a Tommy Roe y Chris Montez, el promotor propuso que los Beatles cerraran la primera mitad del concierto...
Narra George: “Lo sentí bastante por Chris Montez, ese pobre mexicano bajito. Cantó una lenta sentado en una silla, una melodía española, y lo abuchearon. (...) La beatlemanía empezaba a hacer estragos”.

***

La mudanza a Londres fue obligada. Era la plataforma para dominar al Imperio Británico e irse a hacer la América.
Una tarde en Charing Cross Road, John y Paul se encontraron con Mick Jagger y los otros muchachos de Rolling Stones, que iban al estudio de grabación.
—¿Tienen alguna rola que podamos tocar? —preguntaron los de las piedras rodantes.
—Pues... sí, una: "I Wanna Be Your Man".
Los acompañaron al estudio y tocaron una parte de la pieza.
—Sí —dijo Jagger—, es nuestro estilo. ¿Va?
Sólo que la canción no estaba terminada. Paul y John se fueron a una esquina para acabarla.
—Dios, ¿has visto eso? ¡Se han ido al rincón, la han escrito y han vuelto!

***

George ha dicho que los Beatles fueron un pretexto para que en los años 60 la gente se volviera loca.
En esa época circulaba este argumento científico: “Esta es una forma de liberar las restricciones de la juventud para dejarse ir mentalmente. El hecho de que decenas de miles de individuos vibren al mismo tiempo hace que las jóvenes sientan que están viviendo a plenitud con gente de su misma edad. Esta actitud emocional es muy necesaria a su edad. También es inocente e inofensiva, como una válvula de escape. Con ello las jóvenes se preparan inconscientemente para la maternidad. Sus gritos frenéticos son un ensayo que las entrena para ese momento”.
Así, entonces, a partir de 1963 los Beatles ayudaron a las chicas a ejercitarse en el arte de parir.

***

Pero hay otra explicación...
A principios de los años sesenta estalló en Inglaterra el "escándalo Profumo", que laceró a los conservadores y abrió, para los sociólogos, el camino a una década de grandes cambios, y es una de las probables explicaciones del surgimiento de la beatlemanía: la desconfianza hacia la política hizo que la sociedad atendiera a figuras menos decepcionantes (como esos cuatro jóvenes músicos de Liverpool, hijos de la clase trabajadora), y terminara por mirarse a sí misma.
Hay que situarse en marzo de 1963, cuando el ministro de guerra británico John Dennis Profumo se presenta en la Cámara de los Comunes para desmentir su relación extramarital con la call-girl de 21 años de edad Christine Keeler. “No hubo ningún indecoro, en absoluto”, aseguraba Profumo. “Y no vacilaré en presentar demandas judiciales por difamación y calumnias si se repiten o efectúan afirmaciones escandalosas fuera de la Cámara.” Tres meses más tarde debió reconocer que mentía, y renuncia como ministro y miembro del parlamento. También lo hará, aunque en octubre, Harold McMillan, flamante primer ministro. Y un tercer personaje involucrado, el médico Stephen Ward, que fue quien introdujo a Christine en los altos círculos del Partido Conservador, se suicida.
Mas aquí no acaba la lista de Christine, que incluye a un miembro de la inteligencia soviética: Eugene Ivanov. La dama era, pues, el punto donde se unían tres figurantes: el osteópata Ward, el ministro Profumo y el espía que surgió de una Guerra Fría entonces muy candente. Con lo que el escándalo se volvió asunto de Estado e implicó una gran conmoción en las islas británicas, ¿qué secretos habrían corrido de cama en cama? Y como remedio contra la incertidumbre se buscaron nuevos azideros. Uno de ellos fue la beatlemanía, que para noviembre de ese 1963 era ya un fenómeno nacional que desconcertaba incluso a Brian Epstein, mánager del grupo.
Es curioso pensar que la llegada de los Beatles a los Estados Unidos, en febrero de 1964, también significó una cura: la del luto extremo vivido en ese país tras el asesinato de John F. Kennedy. Y quizá se podrían hallar otros ecos sociales si se observara detenidamente el resto del itinerario de los liverpoolianos en sus giras por el mundo de 1964 y 1965.
En su libro Goodbye Baby & Amen: a Saraband for the Sixties (1969), el periodista Peter Evans sugiere que el luego bautizado como Swinging London (el alocado Londres) tuvo su arranque exacto a las 11 de la mañana del 22 de marzo de 1963, cuando Profumo se presentó en la Cámara de los Comunes para aclarar sus tratos con Christine Keeler, que es justo el día en que salió a la venta en Inglaterra Please Please Me, el primer álbum de los Beatles.
Por sus méritos seductores que inauguraron una época, a Christine Keeler se le ve fugazmente en el video musical de "Free as a Bird", lanzado en 1995 junto con la Antología, melodía que representó el reencuentro virtual del cuarteto al retomar Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr un "demo" de John Lennon. Cuando ha corrido 1 minuto con 48 segundos de ese video que concentra la historia de los Beatles, surge Christine Keeler caminando por Penny Lane junto con Mandy Rice-Davis, su compañera de fiestas y cómplice en los amoríos.Una cosa parecería no tener que ver con la otra, pero ocurrió: al seducir o desnudar (literalmente) a importantes figuras del Partido Conservador, Christine Keeler contribuyó a que surgiera el fenómeno beatle. El canto común es acaso este: “Por favor, compláceme”.